Hace años, a las horas que hoy esribo esto, estaba recopilando cualquier cosa que pudiera apilarse para formar una gran hoguera. Los niños inaugurábamos el verano visitando a los vecinos para pedirles muebles viejos, tablones, palos de escoba. Había un adulto vigilante, que al anochecer prendía la llama. Luego, asustados de nuestra propia proeza, nos sentábamos a ver el fuego y a lanzar petardos. Yo nunca fui muy petardera. Me daban -y me dan- miedo las explosiones, y también el fuego. Aunque me hipnotizaba el baile y el calor de las llamas. Mirándolas podía pasar horas. Creo que nunca fui una niña muy activa, mi papel era más bien el de observadora. Se me daba bien mirar en silencio, llegar a mis conclusiones, pensar en mis cosas. Ahora, treinta años más tarde, sigo sentándome en silencio a pensar. Sin ningún otro cometido. Pensar. A mí me da grandes resultados.
Pero estaba en la vigilia de San Juan. Cuando la hoguera se consumía, los mayores bajaban parrillas a la playa. Había carne a la brasa y pan con tomate. Corría la sangría, por supuesto, hecha en casa. Los niños bebíamos refrescos que pescábamos de un barreño lleno de hielo. La arena húmeda y fría nos acariciaba los pies. Luego, el ritual del baño. En San Juan hay que bañarse de madrugada. O mejor aún: al salir el sol. Si el cuerpo aguanta, claro. El mío, poco trasnochador, aguantaba poco. Creo que sólo un año llegué a ver salir el sol. Y ya tenía novio.
A nosotros no nos decían que bañarse trajera suerte, como se escucha ahora. Nosotros nos bañábamos porque formaba parte del ritual. Meterse en el mar de noche era una especie de rito de iniciación. Una demostración de valor. Pocos se atrevían. Yo sí, a mí el medio acuático nunca me ha dado miedo.
En el mar, por la noche, me sentía fosforescente. A veces me costaba acostumbrarme al frío, pero siempre lograba hacerlo. Me alejaba nadando hasta donde no hacía pie. La oscuridad es absoluta desde el mar, de noche.
Al acostarnos, tal noche como la de hoy, habíamos practicado un oficio ancestral: el de perpetuar nuestras costumbres, sin saber por qué lo estábamos haciendo. Éramos parte de una tradición. Y, al mismo tiempo, éramos intensamente felices.
Cuando termine de escribir estas líneas, comenzaré a preparar la cena. La de la verbena de San Juan siempre ha sido una cena sencilla: embutidos, tortilla de patatas, pan con tomate, queso y, de postre, la ineludible coca. Este año, la nuestra es de crema. Luego, acompañaremos a los niños a encender una docena de bengalas y a lanzar unos pocos petardos. El fuego y las explosiones siguen dándome miedo, aunque intento disimular para que ellos puedan hacer lo que hace todo el mundo. No sé si llegaremos al ritual del baño en el mar o habrá que dejarlo para más adelante. La playa está más lejos que cuando era niña. Bueno, mejor dicho: la playa está en el mismo sitio. La que estoy un poco más lejos soy yo.
El solsticio de verano me gusta menos ahora que antes. Ahora soy comparsa. Acompaño a mis hijos hasta que les llegue el momento de celebrarlo sin mí, con sus amigos, a su manera. Cumplo mi función. Algún día, ellos también hablarán del San Juan de su niñez y yo estaré en él. Menuda responsabilidad.