El toque de ánimas todavía no ha acabado cuando Néstor Pérez de León ve detenerse su propio coche en la puerta de su casa. Dos criados le ayudan a bajar la escalera y le depositan junto al san Cristóbal de piedra. Uno de ellos corre a abrir la puerta y el otro sale fuera, para hacer lo propio con la portezuela del carruaje. Llueve a cántaros. En el escaso metro y medio que separa su portal del interior del carruaje, Néstor Pérez de León se ensopa.
Lo primero que percibe al entrar en el coche es la oscuridad y una mezcla de olores penetrantes entre los que distingue sudor, incienso y ajo. La presencia de su Ilustrísima es como la de un dragón. Se percibe incluso en silencio. Su cuerpo es grande, desprende calor, ronca al respirar, se cubre con una capa que le da un cierto aspecto de montaña en movimiento.
—Buenas noches, amigo mío —saluda su Ilustrísima nada más verle llegar.
—Cardenal… —resuella Pérez, dejándose caer en el asiento—, qué feliz me hace conoceros, al fin.
Su Ilustrísima es hombre de pocas palabras, según comprueba Pérez al poco de estar en su compañía. Debe de ser de esos humanistas que para expresar sus ideas con libertad precisan de la connivencia de la tinta y la pluma. Es cosa de grandes tímidos, se dice, o tal vez de espíritus de ideas tan elevadas que no hallan como expresarlas con palabras vulgares. O de embusteros que se hacen pasar por lo que no son y se hallan de pronto sin palabras con que sostener su engaño.
Néstor Pérez de León es olvidadizo por naturaleza, pero ha reconocido al capellán Girabancas, escudero inseparable de monsieur Guillot, nada más verle. A pesar de la oscuridad y de la noche de perros. Allí donde otros sólo habrían olido un aroma a ajo bastante impertinente, él huele a conspiración, a engaño, a muerte ajena. Por suerte, siempre ha sido un hombre precavido, y sigue llevando en la caña de la bota el estilete de plata que es su mejor defensa. Y más ahora, que no tiene nada que perder.
—Y dígame, amigo mío —habla Pérez— ¿trae algo para mí?
—Ahora mismo iba a ponerlo en sus manos —la montaña humana se desplaza hacia un lado y deja a la vista, sobre el asiento, dos volúmenes grandes y pesados, con tapas en madera y cierres metálicos—. Aquí tiene, señor Pérez. El regalo que le debía a cambio de tantas horas de placer.
A Néstor Pérez de León le bullen demasiadas preguntas en la cabeza y necesita formularlas, pero ante la visión de los libros decide dejarlas para más tarde. Toma el primero de los volúmenes, que corresponde al Tomo I de la Vulgata que Gutemberg imprimió en Magunzia, y la abre, extasiado. De todos los libros con deseó tener en su vida, ninguno supera a éste en belleza, en majestuosidad. Ante su vista, mientras pasa sus páginas de pergamino crujiente, olvida su propósito. OLvida que en cuanto termine la lectura, matará a este hombre inmenso que sonríe de un modo bobalicón, sentado en el otro asiento de su mismo carruaje. Y luego echará el despojo al mar, desde lo altgo de la Muralla, para que lo devoren los peces, que en esta época están hambrientos.
Lo primero que percibe al entrar en el coche es la oscuridad y una mezcla de olores penetrantes entre los que distingue sudor, incienso y ajo. La presencia de su Ilustrísima es como la de un dragón. Se percibe incluso en silencio. Su cuerpo es grande, desprende calor, ronca al respirar, se cubre con una capa que le da un cierto aspecto de montaña en movimiento.
—Buenas noches, amigo mío —saluda su Ilustrísima nada más verle llegar.
—Cardenal… —resuella Pérez, dejándose caer en el asiento—, qué feliz me hace conoceros, al fin.
Su Ilustrísima es hombre de pocas palabras, según comprueba Pérez al poco de estar en su compañía. Debe de ser de esos humanistas que para expresar sus ideas con libertad precisan de la connivencia de la tinta y la pluma. Es cosa de grandes tímidos, se dice, o tal vez de espíritus de ideas tan elevadas que no hallan como expresarlas con palabras vulgares. O de embusteros que se hacen pasar por lo que no son y se hallan de pronto sin palabras con que sostener su engaño.
Néstor Pérez de León es olvidadizo por naturaleza, pero ha reconocido al capellán Girabancas, escudero inseparable de monsieur Guillot, nada más verle. A pesar de la oscuridad y de la noche de perros. Allí donde otros sólo habrían olido un aroma a ajo bastante impertinente, él huele a conspiración, a engaño, a muerte ajena. Por suerte, siempre ha sido un hombre precavido, y sigue llevando en la caña de la bota el estilete de plata que es su mejor defensa. Y más ahora, que no tiene nada que perder.
—Y dígame, amigo mío —habla Pérez— ¿trae algo para mí?
—Ahora mismo iba a ponerlo en sus manos —la montaña humana se desplaza hacia un lado y deja a la vista, sobre el asiento, dos volúmenes grandes y pesados, con tapas en madera y cierres metálicos—. Aquí tiene, señor Pérez. El regalo que le debía a cambio de tantas horas de placer.
A Néstor Pérez de León le bullen demasiadas preguntas en la cabeza y necesita formularlas, pero ante la visión de los libros decide dejarlas para más tarde. Toma el primero de los volúmenes, que corresponde al Tomo I de la Vulgata que Gutemberg imprimió en Magunzia, y la abre, extasiado. De todos los libros con deseó tener en su vida, ninguno supera a éste en belleza, en majestuosidad. Ante su vista, mientras pasa sus páginas de pergamino crujiente, olvida su propósito. OLvida que en cuanto termine la lectura, matará a este hombre inmenso que sonríe de un modo bobalicón, sentado en el otro asiento de su mismo carruaje. Y luego echará el despojo al mar, desde lo altgo de la Muralla, para que lo devoren los peces, que en esta época están hambrientos.
2 comentarios:
Intrigante fragmento.
Lo mata después de entregarle los libros?
Menuda con el cardenal...
Con ganas de conocer que estás tramando Care!!
Y yo secundo lo que ha dicho Rebeka :D
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