una esquirla de madera
y un brote de basilisco,
todo amarrado con lana
a un jirón de tela diminuto.
Es un regalo.
Prometo no separarme de él.
"Lo llevaré conmigo para siempre",
le digo a la mujer de manos tristes
que sonríe y me observa
en el silencio afín
de las incógnitas.
Es un regalo.
Desea hacérmelo porque
ha leído un libro mío.
Se ha emocionado, dice,
y desea que escriba mucho más.
Que escriba siempre.
Otra historia capaz de conmover.
Otra historia.
No es joven.
Tiene esa edad
en que las heridas cicatrizan
o se abren para siempre.
Edad de haber sufrido,
como el aya de Ulises.
Edad de llevar dentro del alma
algún peso insufrible,
edad de aligerarlo de una vez
y caminar sin lastres.
Mi historia le ha arañado el corazón
a saber por qué motivo triste.
La ha leído dos veces, asegura.
Va a volver a empezar.
Le prometo, de veras,
no separarme nunca
de este amuleto extraño
que proviene del Norte
de un país que no es mío.
Sonríe: no me cree.
Escruta mis pupilas
en busca de verdades absolutas.
Se pregunta qué angustia
escondo tras la máscara.
Me descubre, adivina.
Sabe bien por qué escribo,
aun sin escucharme.
Yo también disimulo:
no lo dice mi voz
sino mi gesto.
Escribir es poner
palabras donde duele.
Escribir es buscar
antídoto a la vida.
Es por eso que escribo.
"No me separaré de tu amuleto,
hasta el fin de mis días", le aseguro.
Pero esta mujer
ya no cree en promesas.
Ha visto morir mucho.
Ha sido traicionada.
Ha vuelto a comenzar.
Ha alumbrado esperanza
del vacío.
Y sonríe, observándome.
Aún sabe sonreír.
Esa noche,
después de probar platos regionales
olvido mi regalo
en el baño del restaurant Noroc
de Bucarest.
Cuando siento su ausencia
me hallo a diez mil pies
-vuelo cuatrodosuno de Tarom
Bucarest-Barcelona-
donde el tiempo es de 21 grados,
no hay viento
ni se esperan tormentas.
Bucarest, 19 de marzo 2014
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