Hablemos de La catedral del mar. Después de todo, os lo prometí, insignes navegantes. Y hace un par de días alguien creyó descubrir en la última frase de mi crítica —«Ojalá todos los best-seller fueran como éste»—, publicada el pasado jueves en El Cultural, incoherencias o cosas peores con lo que del libro dije aquí mismo hará cosa de un mes. Ya aclaré que nadie me paga por dejar bien (o mal) determinados libros o a determinados autores. Soy horriblemente libre a la hora de expresar mis opiniones sobre la obra de mis colegas, y exactamente eso hago: arriesgarme a que (no todos) quiran partirme la cara. Lo cual no me preocupa. A los casi 36 que tengo debe haber alguien que quiera partirme la cara para que no sienta que mi vida es un fracaso.
A lo que voy. Ojalá todos los best-seller fueran como éste, sí. Es decir: ágiles, (bien) documentados y con gran poder de engachar a un gran espectro de lectores. Os aseguro que detesto este tipo de libros pensados para conquistar cuantos más paladares, mejor. Por eso afirmo que, si me ha enganchado a mí, enganchará a receptores menos exigentes y menos quisiquillosos que yo. Y lo hará levantando pasiones, no os quepa duda. En ese sentido, ojalá fueran así, pongamos por caso, lo último de Dan Brown o cualquier cosa de Grisham, Follet y otros creadores de historias para el gran consumo.
De todos modos, estoy siendo redundante, porque todo eso también lo dije en mi crítica. En definitiva, no importa que un libro venga precedido por la fiebre más inexplicable del año, como ocurre en este caso en que todo el mundo enloqueció por esta novela antes incluso de que se publicara. En defibnitiva, lo único que importa es lo que encontramos dentro de él, nunca fuera. Y dentro de estas más de 600 páginas hay una buena historia correctamente contada. Ojo, he dicho correctamente: no hay ambición ni altos vuelos estilísticos. Pero tampoco hay construcciones que te den ganas de abofetear al autor. ¿Es romántico, en los tiempos que corren, pretender que un libro esté, al menos, bien escrito?
Lo peor de La catedral del mar es, con mucho, la candidez de su autor, que todavía no domina el difícil arte de contar lo más sentimental sin que parezca el guión de un culebrón o el peor Pedro Almodóvar. Del mismo modo, parece querer impresionarnos con lo que sabe de historia del Derecho (el hombre es abogado) y lo hace, pero no del modo previsto: muchos rollos sobre, pongamos por caso, enfiteusis o usucapión, podían haberse evitado para gran alivio del lector. En fin. Leedle. Contribuid a hacer de esta novela una de las más vendidas del año. Por una vez, no me importará demasiado.
Para mañana, prometo asunto más liviano, queridos, queridas, amigos todos (o no).
1 comentario:
Spiritus promptus est,caro autem infirma
Publicar un comentario