ESTE BLOG VOLVERÁ EL 1 DE OCTUBRE
(entonces os lo cuento)
23 de septiembre de 2007
21 de septiembre de 2007
Un magnífico cuento de Elia Barceló
Un viejo escritor, recién elegido Premio Cervantes, vuelve a su pueblo natal -Elda-, después de 70 años, para reencontrarse con los sabores, olores y miradas de su pasado. Nostálgico, con final feliz, maravillosamente escrito y plagado de pequeños detalles.
Os aseguro que suena mejor en voz de su autora y en Elda, pero si lo imprimís y lo leéis en el sofá de casa tampoco estará mal.
Me lo agradecereis, seguro.
Para leer el cuento:
http://www.poudelaneu.com/poudelaneu/documentos/cuento2005.pdf
Os aseguro que suena mejor en voz de su autora y en Elda, pero si lo imprimís y lo leéis en el sofá de casa tampoco estará mal.
Me lo agradecereis, seguro.
Para leer el cuento:
http://www.poudelaneu.com/poudelaneu/documentos/cuento2005.pdf
20 de septiembre de 2007
Pequeños crímenes conyugales, de Eric-Emmanuel Schmitt
CARLA: ¿Qué tipo de hombre es usted?
ALEJANDRO: ¿Tal vez el suyo?
CARLA: No lo dude ni un momento. Cuando estoy a su lado, apenas puedo hilvanar una frase, me entran sudores fríos y siento como si mi cerebro fuera a estallar. Todos los síntimas de una enfermedad llamada atracción irresistible.
ALEJANDRO: Lo siento, no conozco el remedio de esa horrible enfermedad.
CARLA: Usted es el remedio.
ALEJANDRO: ¿Tal vez el suyo?
CARLA: No lo dude ni un momento. Cuando estoy a su lado, apenas puedo hilvanar una frase, me entran sudores fríos y siento como si mi cerebro fuera a estallar. Todos los síntimas de una enfermedad llamada atracción irresistible.
ALEJANDRO: Lo siento, no conozco el remedio de esa horrible enfermedad.
CARLA: Usted es el remedio.
19 de septiembre de 2007
18 de septiembre de 2007
La pulga de Leskov
Dijo Walter Benjamin en su ensayo "El narrador", dedicado a Nikolai Leskov, que existen dos tipos de narradores: los que recorren el mundo y regresan para contarlo y encandilar con ello a sus oyentes; y los que jamás salieron de su casa y jamás pensaron en el otro mientras escribían. Kafka, Proust, García Márquez, Stevenson... es relativamente fácil -y muy divertido- colocar a cada uno en su lugar. Algunos son inclasificables, como Shakespeare. Hubo mentirosos magistrales, como Verne. Pero la regla, con sus excepciones, puede que se cumpla.
Nikolai Leskov, dice Benjamin, pertenece a ambos grupos. Viajó por su adorada Rusia, derrochó pasiones hacia el mundo eslavo y algunos de sus componentes, y escribió para compartir esa admiración. Pero también miró hacia adentro, reflexionó sobre la fe, criticó al clero ruso, a las costumbres ancestrales y a la cerrazón de su gente. Supo practicar ese deporte ruso —Nabokov dixit— de hablar mal de su propia gente, pero lo hizo con tan fino sentido del humor que pocos le entendieron y muchos le malinterpretaron. Fue ninguneado y utilizado. Le rechazaron los imperialistas y los comunistas, los europeístas y los patriotas orgullosos. Los líderes del comunismo le utilizaron como ejemplo en sus discursos, pero también loos zaress. Finalmente, todos le olvidaron.
Hasta los años 80 no se publicaron en Rusia las obras completas de Nikolai Leskov. En España ha sido conocido por traducciones de dos de sus obras: Lady Macbeth de Mtsensk, sobre todo (hay una edición en Libro amigo, de Bruguera y otra en Alba, mucho más reciente) y por esta La pulga de acero, que algunos han llamado El zurdo. Esta edición, el segundo título de Impedimenta, la nueva osadía editorial de Enrique Redel es una ocasión magnífica de descubrir a Leskov en una traducción atrevida y estupenda de un texto divertido, crítico, profundo e inteligente. Palabra de (afortunada) prologuista.
17 de septiembre de 2007
De Casa de misericòrdia, de Joan Margarit
L'home trenca el passat com una guardiola /
i dintre no hi havia més que fosca.
(El hombre rompe el pasado como un hucha /
y dentro no había más que oscuridad)
Proa / Visor (2007)
i dintre no hi havia més que fosca.
(El hombre rompe el pasado como un hucha /
y dentro no había más que oscuridad)
Proa / Visor (2007)
14 de septiembre de 2007
Vero, verosímil
En el siglo IV antes de Cristo, el navegante griego Piteas salió de Massilia (la actual Marsella) en un barco de remos, atravesó el estrecho de Gibraltar, navegó a través del océano Atlántico hasta las islas británicas, que rebasó, y se adentró en el Mar del Norte, al que llamó «el Océano Helado». Fue el primero en describir la costa atlántica de Europa, las islas británicas y la isla llamada Última Thule, comúnmente aceptada como Islandia, aunque también hay quien dice que podría tratarse de Groenlandia. Al regresar, como no podía ser menos, Piteas narró su extraordinaria aventura en un libro que tituló En el océano, cuyo último ejemplar se destruyó en el incendio de la biblioteca de Alejandría. Ninguno de sus conciudadanos tomó en serio la narración del navegante pionero aunque, paradójicamente, su narración ha llegado hasta nosotros a través de las referencias de otros, como Polibio, Estrabón o Plinio el Viejo, la mayoría de los cuales jamás le tomó en serio.
Un par de siglos más tarde, otro escritor en lengua griega, aunque nacido en Siria, llamado Luciano de Samosata, narró una supuestamente verídica excursión selenita en una hilarante historia llamada Viaje a la Luna, donde se cuenta que en nuestro satélite habita una civilización más avanzada que lleva ojos de quita y pon y que es capaz de hilar el vidrio y el acero como si fueran seda. También se narra la guerra entre el emperador del sol y el de la luna, en lo que se ha dado en considerar la primera obra de ficción científica de la historia de la literatura, que muchos de sus contemporáneos receptores tomó como cierta.
Verdad no es verosimilitud. Lo vero es un lastre. Lo verosímil, un trabajo. A veces lo verdadero es completamente inverosímil. El arte del contador de historias es el de ser verosímil, no veraz.
Qué lástima por Piteas, dijo ella, aplaudiendo con entusiasmo a Luciano.
13 de septiembre de 2007
12 de septiembre de 2007
SBI
Últimamente padezco el Síndrome de Bloqueo Inicial (SBI). Hasta hoy me tenía muy preocupada (otra vez: esto es cíclico) y si hoy me atrevo a hablar de él es porque acabo de superarlo. Siento cuando ocurre. Hay un "click" que suena en mi cerebro —lo oigo— y, de inmediato, lo veo todo claro. El principio, el lío y el desenlace de la novela en la que estoy trabajando. Las ideas se alinean como si todo fuera fácil. Hasta ese momento, lo que había mantenido con las ideas era un combate cuerpo a cuerpo.
Desconozco si hay más escritores a quienes les afecte el SBI. El síndrome consiste es ser incapaz de ordenar mínimamente la información que quieres manejar para cuajar con ella una mayonesa de palabras que llenen las primeras 30 páginas de una historia.
Nunca comienzo a escribir sin saber qué pretendo contar, de modo que el problema no es el contenido, sino la forma que hay que darle. El problema es si empiezo por un reclamo al lector, por un anzuelo, una pequeña dosis de provocación o por una descripción menos agresiva y más insípida; si el protagonista debe aparecer por primera vez caminando por su propio pie o si algún secundario debe nombrarle a la vez que cuenta de él detalles que luego resulten fundamentales.
No hace tanto, tal vez tres meses, me enredé durante semanas —sí, sí, semanas— en una escena en la cual un chaval groenlandés debía levantarse de la cama, mirar por la ventana, ver que su hermano mayor pretende largarse sin él y salir en su busca a través de la nieve y la oscuridad de una noche boreal. Parece sencillo, pero el muchacho parecía muy reacio a abandonar su litera (la de arriba) y pasó un día tras otro saliendo y entrando de la cama, calzándose botas de nieve (y de foca, y de montaña, y descansos), cogiendo un puñal (que enseguida sustituí por una linterna, porque la novela es pala niños), poniéndose calcetines de lana (y de algodón, y de gore-tex), peinándose (detalle inútil: mejor dejarle despeinado), pensando mucho (mis personajes tienen ese grave defecto, al revés de lo que me ocurre a mí: piensan mucho, piensan todo el rato), recordando cosas que no venían al caso y demorándose muchísimo en algo que debía ser mucho más sencillo. Finalmente, un día ocurrió el "click", el chaval bajó de la cama de un salto, se puso sus botas y su anorak y se echó a la noche helada en un periquete. No volví a encallarme y en un mes la novela estaba terminada (85 páginas). Es lamentable: tardé más en conseguir que el chico bajara de la cama que en hacer que le ocurriera todo lo demás (que es mucho, por cierto).
No sé si tendrá algo que ver el silencio que de pronto reinaba hoy en mi casa (San Vuelta al Cole bendito), pero el caso es que a eso de las diez ha sonado el «click». Desde principios de julio estaba intentando resolver dos escenas: la primera, que narra una matanza, estaba más o menos redactada. Pero cada vez que la leía me parecía horrorosa. Arreglándola se me iba toda la jornada. Al día siguiente volvía a leerla y volvía a rehacerla... durante todo el día. Y así ha sido durante julio, agosto y lo que llevamos de septiembre, tiempo en que la maldita escena me ha atrapado como si fuera una selva frondosa.
En momentos de tedio, he logrado escribir unas 20 paginitas más, todas infumables, en forma de diario adolescente de la protagonista femenina (habrá también uno masculino). Un horror. Hoy lo he tirado todo a la papelera nada más sentarme ante el ordenador. Como comienzo de la jornada no está mal. Luego he revisado la escena-selva. Ahí es cuando se ha producido el «click». En dos horas estaba acabada. El resto del día lo he dedicado a reecribir el primer capítulo de la primera parte.
Ahora me queda otro inmenso trabajo: ver qué hago, qué aprovecho, qué quemo, de 95 páginas que escribí de esta misma historia hace más de un año. Y que ahora, cómo no, me parecen una birria. Pero eso será mañana, y sé que podré hacerlo. Porque ya ha terminado, por esta vez, el temible SBI.
11 de septiembre de 2007
10 de septiembre de 2007
Velociudad *
Ciudad donde un día dura un abrir y cerrar de ojos, los niños crecen tan rápido como los calabacines, el cole no comienza porque siempre está terminando y los edificios invaden las montañas como si fueran plantas trepadoras.
Adrián, que es un impaciente, parpadea y dice:
—Vamos, date prisa.
* Término acuñado por Adrián, inventor del lenguaje.
Adrián, que es un impaciente, parpadea y dice:
—Vamos, date prisa.
* Término acuñado por Adrián, inventor del lenguaje.
7 de septiembre de 2007
6 de septiembre de 2007
5 de septiembre de 2007
4 de septiembre de 2007
Decapitación de Esquilo por Calixto Bieito
Calixto Bieito comenzó siendo un director con ideas que se atrevía a lanzar una mirada moderna sobre los clásicos. Sus primeros montajes fueron sensacionales. Su Anfitrión (1995), su Galileo Galilei (1996)o su Hamlet (2003). En El rey Lear (2004) sorprendió a todos haciendo que sus protagonistas sacaran sendas sierras mecánicas y se agredieran con ellas. No entremos en la discusión de si a Shakespeare le hubiera gustado o no. Puede que le hubiera encantado. Pero era un recurso fallido, efectista, sin mucho sentido, que sólo provocaba sufrimientos en el público viendo los problemas que tenían los intérpretes para sujetar las sierras mecánicas. Además, hubiera sido denmasiado ponerlas en marcha allí mismo, de modo que el ruido se sustituía con una banda sonora atronadora que no resultaba nada convincente. A pesar de todo, era sólo una mácula en un buen espectáculo.
Luego llegaron los muchos triunfos internacionales de Bieito. En 2006 estrenó en el Grec de Barcelona Peer Gynt, de Ibsen. Por supuesto, le fui fiel, como siempre (había llegado a ser uno de mis directores favoritos). Resultado: no aguanté más de media obra. Esta vez su idea de la modernización de los clásicos era tan desquiciante que no pude soportarlo. Hiperactuación, acrobacias de los actores, "morcillas" en el texto que nada tenían que ve con Ibsen. No sé si con alguna finalidad, además de la de poner en peligro a los intérpretes, subió la acción a una suerte de andamio. Se habló de "desnudez escenográfica" pero yo vi otra cosa. Yo vi "modernidad al límite". Y un andamio que también preocupaba a las almas sensibles como yo por lo mucho que se movía: yo temí que el elenco entero se escalabrara allí mismo.
A pesar de este disgusto final, regida por el convencimiento de que todo el mundo se puede equivocar -incluso mucho-, volví a confiar en Bieito. Esta vez recorrí 400 kilómetros, desde Segovia hasta Mérida, para ver su puesta en escena de Los persas, de Esquilo, la tragedia que ostenta el mérito de ser la primera que se conserva de todas las escritas jamás. El texto original es magnífico: una mirada sobre el derrotado (el ejército persa) lanzada por el vencedor (un griego), después de la batalla de Salamina, durante las Guerras Médicas. Es un texto psicológicamente muy profundo, donde se habla del sinsentido de la guerra pero también de la necedad humana, de la búsqueda desmedida de triunfos, incluso cuando éstos escapan a nuestra alcance. Darío, el padre de Jerjes, regresa desde la tumba para decir que el ejército persa ha perdido la batalla a causa de la excesiva ambición de su hijo. Le da un tirón de orejas que anticipa a Hamlet, y que es una de las pocas, poquísimas apariciones de fantasmas de todo el teatro griego. La obra termina con una frase brillante y emotiva: "Te escoltaré con lúgubres gemidos".
Pues bien, de todo eso no hay nada en la obra de Bieito, que comienza con el himno de la legión cantado por los actores, que se presenta como un falso musical (falso porque los cantantes no están a la altura, ni siquiera la sorprendente y siempre buena Natalia Dicenta) y que acaba siendo sólo un alegato burdo contra la guerra, donde se nos viene a decir lo obvio: que la guerra es mala, que hace daño, que es fuente de calamidades.
Para eso no hacía falta recorrer 400 kilómetros. Ni sin moverme del sitio se me habría ocurrido perder mi tiempo en algo tan obvio.
Bieito se empeña, además, en ensuciar el escenario (es una tendencia creciente en él, según observo: cuanto mayor se hace, más deja las tablas hechas unos zorros) con símbolos y más símbolos: octavillas animando a la gente a unirse al ejército, muñecas decapitadas, arena, coches calcinados... un verdadero vertedero. El magnífico Darío es aquí un seguidor del Atlético de Madrid amargado por las derrotas de su equipo y, de paso, por la muerte de su hija. Jerjes, el general perdedor, es aquí Natalia Dicenta, y es soldado española. Los persas son Estados Unidos. Hay enormes monólogos acerca de la violencia de los videojuegos y de la estupidez de la violencia. Monólogos que, por supuesto, jamás hubiera escrito Esquilo, ni de poder hacerlo. Hay mucha sobreactuación. Menos mal que está ahí Natalia Dicenta para salvar la situación de vez en cuando, aunque una se termina preguntando por qué.
En fin. Con Esquilo, Bieito acaba haciendo lo mismo que con las muñecas. También le deja, al final de la obra, decapitado sobre el escenario, listo para lanzar el clamor que Jerjes lanza en la versión original:
Cuando me cuentas
estas desgracias
tan odiosas,
inolvidables,
sí, inolvidables,
canto que evoca
nobles amigos
tú me sugieres.
Grita, sí, grita
dentro del pecho
mi corazón.
En fin. Nadie que le haga eso a Esquilo tiene nada que hacer conmigo. Calixto Bieito y yo hemos roto para siempre.
Luego llegaron los muchos triunfos internacionales de Bieito. En 2006 estrenó en el Grec de Barcelona Peer Gynt, de Ibsen. Por supuesto, le fui fiel, como siempre (había llegado a ser uno de mis directores favoritos). Resultado: no aguanté más de media obra. Esta vez su idea de la modernización de los clásicos era tan desquiciante que no pude soportarlo. Hiperactuación, acrobacias de los actores, "morcillas" en el texto que nada tenían que ve con Ibsen. No sé si con alguna finalidad, además de la de poner en peligro a los intérpretes, subió la acción a una suerte de andamio. Se habló de "desnudez escenográfica" pero yo vi otra cosa. Yo vi "modernidad al límite". Y un andamio que también preocupaba a las almas sensibles como yo por lo mucho que se movía: yo temí que el elenco entero se escalabrara allí mismo.
A pesar de este disgusto final, regida por el convencimiento de que todo el mundo se puede equivocar -incluso mucho-, volví a confiar en Bieito. Esta vez recorrí 400 kilómetros, desde Segovia hasta Mérida, para ver su puesta en escena de Los persas, de Esquilo, la tragedia que ostenta el mérito de ser la primera que se conserva de todas las escritas jamás. El texto original es magnífico: una mirada sobre el derrotado (el ejército persa) lanzada por el vencedor (un griego), después de la batalla de Salamina, durante las Guerras Médicas. Es un texto psicológicamente muy profundo, donde se habla del sinsentido de la guerra pero también de la necedad humana, de la búsqueda desmedida de triunfos, incluso cuando éstos escapan a nuestra alcance. Darío, el padre de Jerjes, regresa desde la tumba para decir que el ejército persa ha perdido la batalla a causa de la excesiva ambición de su hijo. Le da un tirón de orejas que anticipa a Hamlet, y que es una de las pocas, poquísimas apariciones de fantasmas de todo el teatro griego. La obra termina con una frase brillante y emotiva: "Te escoltaré con lúgubres gemidos".
Pues bien, de todo eso no hay nada en la obra de Bieito, que comienza con el himno de la legión cantado por los actores, que se presenta como un falso musical (falso porque los cantantes no están a la altura, ni siquiera la sorprendente y siempre buena Natalia Dicenta) y que acaba siendo sólo un alegato burdo contra la guerra, donde se nos viene a decir lo obvio: que la guerra es mala, que hace daño, que es fuente de calamidades.
Para eso no hacía falta recorrer 400 kilómetros. Ni sin moverme del sitio se me habría ocurrido perder mi tiempo en algo tan obvio.
Bieito se empeña, además, en ensuciar el escenario (es una tendencia creciente en él, según observo: cuanto mayor se hace, más deja las tablas hechas unos zorros) con símbolos y más símbolos: octavillas animando a la gente a unirse al ejército, muñecas decapitadas, arena, coches calcinados... un verdadero vertedero. El magnífico Darío es aquí un seguidor del Atlético de Madrid amargado por las derrotas de su equipo y, de paso, por la muerte de su hija. Jerjes, el general perdedor, es aquí Natalia Dicenta, y es soldado española. Los persas son Estados Unidos. Hay enormes monólogos acerca de la violencia de los videojuegos y de la estupidez de la violencia. Monólogos que, por supuesto, jamás hubiera escrito Esquilo, ni de poder hacerlo. Hay mucha sobreactuación. Menos mal que está ahí Natalia Dicenta para salvar la situación de vez en cuando, aunque una se termina preguntando por qué.
En fin. Con Esquilo, Bieito acaba haciendo lo mismo que con las muñecas. También le deja, al final de la obra, decapitado sobre el escenario, listo para lanzar el clamor que Jerjes lanza en la versión original:
Cuando me cuentas
estas desgracias
tan odiosas,
inolvidables,
sí, inolvidables,
canto que evoca
nobles amigos
tú me sugieres.
Grita, sí, grita
dentro del pecho
mi corazón.
En fin. Nadie que le haga eso a Esquilo tiene nada que hacer conmigo. Calixto Bieito y yo hemos roto para siempre.
3 de septiembre de 2007
Espíritu viajero
¿Para qué viajamos?
¿Para explicarlo al regresar? ¿Para tener la ocasión de volver a casa? ¿Para encontrarnos a nosotros mismos? ¿Para correr tras un sueño? ¿Para ser durante unos días otra persona? ¿Para alejarnos de quienes somos realmente?
Viajar siempre es un aprendizaje, cualquiera que haya hecho las maletas alguna vez lo sabe. Lo realmente importante no es marcharse muy lejos, sino mantener los ojos y el corazón bien abiertos incluso al asomarse al portal.
Mi amigo Óscar me contaba hace unos días un insólito viaje al alcance de cualquier economía. Consiste en buscar en un callejero la primera y la última calle de tu ciudad según el orden alfabético y recorrer la distancia que las separa saliendo del primer punto y llegando al segundo. Supongamos que esta peculiar singladura la realizamos en Barcelona: iríamos de la calle Abadessa Olzet a la plaza Zurbarán, dos emplazamientos que tienen en común el estar situados casi en el límite superior del mapa de la ciudad. Nada más localizarlos sobre el papel, ya siento deseos de realizar el recorrido. Cualquier día de estos, tal vez me animo.
Si viajar siempre supone un aprendizaje, viajar solo lo es mucho más aún. Ese es el verdadero aprendizaje de la soledad. Permite saber mucho de lo que encentras en el camino, pero mucho más acerca de lo que queda dentro de una misma y del viaje constante en el que todos estamos embarcados.
Al regresar siempre lo haces convertida en otra persona. Ese es, para mí, el verdadero espíritu del viaje. Y también la razón por la que regresar siempre resulta tan difícil. Lo dijo muy bien Rosario Castellanos:
-¿Por qué no te vas?
-Porque no me gusta regresar.
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