De pequeña, solía visitar a mi abuela Teresa cada domingo por la tarde. Ella vivía en un piso grande, gélido, habitado por las sombras. Nos refugiábamos en el salón, en la compañía de un televisor y una estufa de butano que siempre estaban encendidos. Ella compraba comida preparada y alargaba la sobremesa hasta pasadas las cuatro. Después, antes de que la tarde venciera del todo, salíamos. Caminábamos sin prisa, ella agarrada de mi brazo, hasta la vieja casa familiar, un lugar grande como un mundo en el que, de pronto, mi abuela había decidido hacer reformas. Nuestra labor de todos los domingos consistía en supervisar el trabajo semanal de los albañiles. Yo la ayudaba a inspeccionar cada detalle, desde la colocación de los azulejos de los cuartos de baño hasta el tono de las nuevas persianas. Nunca hubo que llamarles la atención.
La reforma fue integral, incluyó derribos de tabiques, restauración de mosaicos y renovación del mobiliario y los electrodomésticos. En una de las paredes del salón, mi abuela mandó pintar un mural de enormes dimensiones donde se veía un lago de aguas transparentes custodiado por una cumbre nevada. «Me han dicho que es Suiza», me dijo, y añadió: «Me relaja. Creo que no me cansaré de mirarlo».
Una vez le pregunté cuándo pensaba mudarse a la vieja casa.
«Pronto», me contestó.
Mi abuela tenía una tienda de objetos de regalo que era toda su vida. Día tras día, a las nueve y media de la mañana, abría las puertas del establecimiento. A la una y media se marchaba a casa a comer y regresaba por la tarde, para cumplir con su horario comercial sin un solo retraso. De cuatro a ocho. De lunes a sábado, toda su vida. Sin vacaciones. Si alguien le preguntaba cuándo pensaba descansar, solía responder: «Estoy de vacaciones todo el año». Si alguien le hablaba de cerrar la tienda, o venderla, decía: «En cuanto termine las obras de la casa».
La última vez que visitamos juntas la vieja casa familiar, las obras ya casi habían acabado. Todo presentaba un aspecto pulcro, impecable, de mundo por estrenar. Los azulejos de la cocina formaban una cuadrícula perfecta, que me recordó a la de los cuadernos escolares el primer día de curso. Los electrodomésticos recién instalados aguardaban, en el silencio de las máquinas, tras sus plásticos protectores. En el cuarto de baño no faltaba nada: ni siquiera el cepillo de dientes, también nuevo.
Regresé sólo una vez más, el mismo día del entierro de mi abuela. Me entristecí al descubrir la pátina de polvo que se había acumulado sobre los embalajes sin abrir. Me senté un momento en el sofá del salón, a contemplar el mural de la pared. Mi abuela tenía razón: inspiraba un enorme sosiego. Por un momento, me pareció que ella estaba allí, a mi lado, contemplando el paisaje suizo, y que en sus labios se dibujaba una sonrisa satisfecha.
Mi madre heredó la casa con todo su contenido. Apenas un mes después, decidió venderla. No fue difícil encontrar compradores —una pareja mayor, sin hijos—, que quedaron maravillados con el aspecto que presentaba todo. Valoraron el trabajo de los albañiles y se interesaron por su procedencia, pero no supimos darle razón: sólo mi abuela conocía los detalles.
La imaginé en el sofá, contemplando el paisaje suizo y sonriendo cada vez que alguien alababa la buena calidad de los acabados.
En la imagen de hoy, Teresa, mi abuela, me puso sobre la mesa.
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