Mi casa es un tren, con sus vagones, su andén, sus estaciones, donde emprendo cotidianamente mi viaje sedentario. Pero mi casa también es una biblioteca -espacio en el que se resuelve, mejor que en ninguno otro, la antinomia de la inmovilidad más pacífica y los desplazamientos más aventurados.
La palabra "biblioteca" tiene cierta connotación sagrada e iniciática que la vuelve solemne, excesivamente prestigiosa. Y de algún modo esta enjundia suya contradice el gusto, la pasión, el cariño, la alegría, la felicidad pues, que los libros me provocan. A falta de otra palabra que goce de la naturalidad feliz con la que los libros habitan mi casa, tendré que seguir llamándole "biblioteca" a mi biblioteca, si bien para despojarla, justamente, de la arrogancia que la palabra misma le adjudica.
No podría referirme sólo a un conjunto de libros porque una biblioteca es, ante todo, una unidad, como, paradójicamente, parece indicarlo el carácter colectivo de la palabra que la nombra: lejos de debilitar su sentido unitario, lo confirma, como si la biblioteca fuera un solo libro mayúsculo, y cada uno de los libros que la integran, una de sus páginas. Por eso es tan difícil deshacerse de un libro al que ya se le dio cabida; equivale a arrancarle una hoja al libro que es la biblioteca misma. Por eso, también, nunca debería ser dificultoso encontrar un volumen en los anaqueles, pues más que una suma de libros disímbolos, la biblioteca es un discurso continuo, cuya sintaxis sólo se altera cuando un libro sale de su estante.
Pero la palabra "biblioteca" no sólo se refiere al acervo de libros, sino al lugar en el que se acomodan. La biblioteca que rodea mi escritorio es un espacio apacible y vigoroso a un tiempo. Es un espacio apacible por el silencio que impone, por la sabiduría que resguarda y sobre todo por la insospechada discreción de los libros: colocados en sus estantes, nos dan las espaldas, como si estuvieran castigados contra la pared. Sólo les vemos el lomo. Hay quienes están tan acostumbrados a ello que llegan a pensar que la espalda de los libros es su frente y ya no se molestan en abrirlos y leerlos. Cuando sacamos un libro de su anaquel, lo estamos eligiendo entre todos los demás; es como si le levantáramos el castigo y, al abrirlo para leerlo, puesto de frente, lo penetráramos amorosamente. Por eso la biblioteca es también un espacio vigoroso.
Suele ocurrir. Mi biblioteca ha invadido mi casa. Como los seres vivos, los libros nacen y se multiplican, pero, a diferencia de ellos, no parecen morir nunca. Es casi imposible desprenderse de un libro, aunque se tenga la certidumbre de que nunca se va a mirar de frente, de que siempre estará castigado contra la pared mientras se empolva hasta la ilegibilidad el tejuelo que dice su nombre. Y es que, una vez aceptados en casa, cómo echarlos a la calle.
Mis libros se han encarnado como plantas trepadoras por los muros de la biblioteca y ya crecen por otros espacios de la casa: por el comedor, por la recámara -donde cobran rango de libros de cabecera-, por la cocina y hasta por el baño, lugar, por cierto, en que Alfonso Reyes alojaba la sección de novela policiaca. Ahora la mía es como tantas otras, una casa-biblioteca, que apenas deja un espacio para cocinar y otro para dormir.
1 comentario:
Muy bueno el fragmento, que razón tiene cuando habla de los libros.
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