Ayer me dejó plantada un periodista justo en el mismo instante en que salía el sol en Salamanca. Recordé la recomendación de una amiga: "Ya que vas a Salamanca, no dejes de visitar la
Casa Lis, donde hay una de las mayores colecciones de muñecas antiguas de Europa". El interés por las muñecas me viene desde que imaginé una colección de muñecas bastante diabólicas en mi última novela,
El dueño de las sombras, en vías de publicación. "Dan bastante yuyu", añadió mi amiga refiriéndose a las de la
Casa Lis, pero también a las mías, que habitan un desván.
Decidí, pues, visitar la Casa Lis, un palacete modernista construido a iniciativa de un industrial salmantino, Miguel Lis, enamorado del Art Noveau. Está en un promontorio, desde donde se disfruta de una magnífica vista del río y de la ciudad. Sin embargo, su artífice disfrutó del paisaje poco tiempo, porque murió poco después de terminarse la casa. Entonces ésta pasó a manos de un rector de la Universidad, Esperabé, y de esas a otras manos hasta terminar en la ruina de la que la rescató el municipio en los años 80. Hoy es un interesante museo de Art Déco y Art Nouveau situado en pleno centro de Salamanca, justo detrás de la catedral, que alberga una amplia colección y que, además, es en sí mismo un placer para la vista.
La colección de muñecas es soberbia, desde luego: de porcelana, de celuloide, de trapo... Las hay desde mediados del XIX; francesas, italianas, alemanas. De los mejores fabricantes de su época: Schmitt, Thuillier, Petit & Dumontier, Steiner, Jumeau (la de la ilustración lo es), Barrois, Huret... Las hay enormes y la mayoría están muy bien conservadas. Su situación en grandes vitrinas les da cierto aire de novias sepulcrales. De cosa viva que nos mira desde la muerte. O tal vez será la influencia de las muñecas de mi novela, que me fuerzan a escuchar sus bisbiseos desde más allá de la línea que separa la realidad de mi imaginación.
Hablando de realidad. Antes de entrar en la Casa Lis descubrí que se halla situada en la celebérrima calle de El Expolio. Aún se ve la argamasa que sirvió para sujetar el nuevo rótulo de la calle, sólo 24 horas después de que por fin se devolvieran los célebres papeles.
Algo más tarde, charlando por las calles crepusculares con mi amigo Luis García Jambrina, supe que el alcalde de la ciudad, Julián Lanzarote, no había tomado en consideración la opinión de nadie, ni esperado casi nada, para modificar el nombre de la hasta ese día calle Gibraltar.
La expendedora de tiques de la Casa Lis le quitó importancia al asunto cuando le pregunté por la anterior nomenclatura. Ella tenía en la mano mi documento de identidad, donde se leía con claridad mi procedencia: Barcelona. Tal vez por eso se esforzó en ser conciliadora:
-Antes se llamaba Gibraltar -dijo, sin expresión- y pronto se llamará de otra manera, seguro.
Lo dudo. Por lo visto, el señor Lanzarote también mantiene un contencioso con la Casa Lis. Desde luego, la delicadeza, la luminosidad, la voluptuosidad, el colorido, las formas curvilíneas, las múltiples influencias que confluyen en el modernismo nunca han tenido mucho que ver con las grandes moles de perpendiculares y paralelas de las arquitecturas fascistas.
Qué hombre este Lanzarote, qué gran sensibilidad, pienso. Y lo digo.
Luis ríe. En Luis, hasta la risa parece importante.