Me gustan los disfraces y los pecados de la carne, por eso mi mes es febrero.
Es fascinante que el calendario nos brinde la oportunidad de convertirnos, durante unos breves días, en casi cualquier cosa, con tal de no tomarnos la vida demasiado en serio. Yo fui una niña boba de esas que nunca hubieran consentido en disfrazarse de algo ridículo. Por ejemplo, nadie hubiera conseguido convencerme para que me vistiera, pongamos, de tomate maduro o de cartón de leche. Yo siempre iba de princesa, de zíngara o de mosquetera.
Descubro, con azoramiento, que tampoco ahora querría perder la compostura. Si un tomate maduro o un cartón de leche me parecían patéticos a los diez años, qué decir veinte, treinta, cuarenta años más tarde. Advierto que tampoco adoptaría ninguno de esos atuendos de soez provocación anticlerical, por mucho que considere que de ellos es el verdadero espíritu del carnaval. La verdad, para no llevarme bien con la iglesia no necesito vestirme de monja embarazada (un clásico), ni mi ateísmo tiene ninguna necesidad de relacionar falos con calvarios. Los disfraces de bichitos nunca me han llamado la atención (aunque a mi hijo pequeño, lo confieso, le he disfrazado de abejita, sólo porque estaba monísimo. Sé que he obrado mal y me arrepiento, por eso asumiré que dentro de muchos años él sienta tentaciones de vestir a su madre, ya decrépita, de mosca cojonera, por ejemplo, para después presentarme al concurso de disfraces de la residencia de ancianos).
Por último, ya ni siquiera me quedan los atuendos moñas que marcaron mi niñez. Los zíngaros han perdido aquel glamur de antaño (además, la transhumancia ya no es lo que era, hoy cualquier aburrido se mete a transhumante); en cuanto la monarquía pone sus zarpas sobre alguien lo viste de traje de chaqueta color visón o burdeos, falda por debajo de la rodilla, medias de color carne y zapatos tipo salón con un tacón de cinco centímetros, ¡horror!, con lo cual el disfraz de princesa ya no es ningún chollo. Y, por último, para lo que no estoy, a estas alturas, es para mosqueteras. Definitivamente no, aunque a más de uno le grabaría yo en la espalda, no con poco placer, la z vengadora.
Me gustaría disfrazarme de madre de familia numerosa capaz de llegar a fin de mes sin comerse al gato, o de viajera impenitente a punto de partir hacia el Titikaka, o de Lady Chaterley en el momento de verle todo a su fornido guardabosques, o de Marcel Proust comiendo magdalenas. Para qué conformarme con menos, si en el espíritu del disfraz está lo inalcanzable.
Y si el disfraz no me desfoga, siempre me quedará la carne. He pensado en hacer un máster sobre simbología sexual en la gastronomía carnavalesca, sólo como excusa para hincharme a butifarra de huevo en Catalunya, descubrir en Menorca ese guiso de habas que llaman cuinat, regresar a esa idealización afrodisíaca de la vagina que es un pestiño, cuando está bien hecho o —el colmo de la sofisticación—, participar en Cádiz en una erizada.
Al erizo, que cada cual le otorgue la simbología que crea conveniente.
La imagen: nuestro Carnestoltes de cabecera.
3 comentarios:
Hace quince años que te conocí,a principios de un mes de febrero. Ibas disfrazada de mujer delgada (no estabas ni la cuarta parte de guapa que ahora). Te ponías zapatos de tacón, rojos, y tenías el aire inconfundible de quien va a comerse el mundo. No tenías nada publicado, o casi, ahora hablamos de tus libros por docenas (ay, aunque suene muy mal). Ya ocupabas todo el espacio con tus libros y tus cuadernos ¿Cómo podías sobrevivir sin portátil? Ni lo imagino. Te disfrazaste de periodista, de escritora que promete, de admiradora de Ana MAría MAtute, de hija que no puede desconectar, de novia, de amante... y para mí, de amiga. Aún hoy guardamos aquel disfraz.
El comentario de este anónimo no tiene desperdicio; eso también es literatura. Precioso, anónimo.
Gracias Isa. A esta anónima estas pequeñas cosas le alegran el día.
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