23 de octubre de 2006

Teresa, azul irrepetible


En su mesita de noche, junto a su lecho de muerte, mi abuela Teresa tenía un libro de tapas raídas, maltratadas por el mucho uso, en una edición rústica y barata, que tanto podía ser ibérica de los años 20 como argentina de finales de nuestra guerra civil. Era una novela rosa de ampuloso título: Felipe Derblay o la herrería de Pont Avesnes, de un tal Jorge Ohnet, de cuya ausencia absoluta de noticias deduzco que bien podría ser el seudónimo de un escritor meticuloso que no quería empañar su nombre o su conciencia con alimenticias novelas rosas. El libro en cuestión es la historia de un rico empresario metalúrgico enamorado de una mujer también rica (que no le hace ni caso) quien, a su vez, ama en secreto —en ese secreto inefable y apasionado de la literatura romántica— a un hombre arruinado. Poco más sé de la novela, pero es fácil saber que la guapa y rica terminará sus días con el pobre arruinado, a quien amará también de un modo apasionado e inefable, venciendo cualquier conciencia de clase, y que era precisamente eso lo que tanto gustaba a mi abuela cuando la leía una y otra vez. Las ficciones —sabido es— nos interesan más cuanto más nos implican.
Teresa conocía bien las clases pudientes. Era hija de uno de los hombres más ricos de su ciudad de provincias, cuya fortuna, cosechada en la industria textil, alcanzaba a la familia para tener un servicio populoso, varios coches de caballos y dar a las hijas una educación refinada al gusto de la época. Teresa tenía la piel pálida de las señoritas de buena familia, y unos ojazos de un azul deslumbrante que superaban modas y épocas. Las fotografías, ni siquiera las más antiguas, aquellas en las que se la ve seria y lánguida como correspondía, no le hacen justicia. Teresa era una mujer guapa. Lo fue toda su vida. Tenía ochenta años y algunos de viuda cuando aún la rondaba un pretendiente que vencía la artrosis para proponerle casi a diario una peliculera fuga por mar a América. Sin embargo, Teresa siempre le dio calabazas: ya había consumado todas las fugas de su vida.
Apenas superaba los veinte cuando se enamoró. El elegido, un joven apuesto, mujeriego, tan enamorado como ella y tan bienintencionado como pobre. Se llamaba Claudio. Era el lechero. Cierto vecino o cierta pariente les sirvió de correo cuando ella intuyó la oposición de su familia. Hasta que las palabras no bastaron, o tal vez les sobraban, y se hizo necesario dar un paso más. Entonces Teresa topó con la oposición de los suyos. La leyenda negra de mi bisabuela ha recordado el día en que le rompió a su hija mayor una tableta de chocolate negro en la cara. Qué capricho, retener algo tan nimio, que sucedió en cuestión de segundos hace ochenta años.
Teresa se marchó de casa. Algunos días en casa de una tía de Claudio. Una boda en la intimidad, a la hora de los maitines, sin invitados ni trajes ni azahar. En las fotos se les ve elegantes, circunspectos, con un brillo especial en la mirada. La de mi abuela —no se aprecia— era azul radiante, azul transparente, azul irrepetible. Un azul imposible de retener si no fuera que, de vez en cuando, los genes familiares nos lo devuelven en la tercera generación. Si hubiera querido tener un cuarto hijo, soñaría con que tuviera la mirada nítida y valiente de Teresa.

2 comentarios:

Antonio Gálvez Alcaide dijo...

¡¡¡EXCELENTE retazo de la Memoria!!! Si tuviera tiempo comentaría más. Pero me voy pitada a la fácul.

Besos,
Maika

Anónimo dijo...

Care:
Para mí Teresa es un nombre de mujer valiente. Cuando nació mi hija pensé en ponerla Teresa pero me dio miedo. El marido de mi tía se suicidó abriendo la espita de gas en un frío mes de enero. ¿Por qué? Nadie lo supo. Vivió el resto de sus días sola pero siempre animando y ayudando a los que la rodeaban. Teresa es un nombre que suele venir acompañado de belleza y atractivo pero también de sufrimiento. Bucear en la memoria es bueno porque te hace caer en la cuenta en la valentía de sus genes.