4 de febrero de 2013

La librería Robafaves sin escaleras



En el camino de todos nosotros existió un buen día una librería a la que entramos atraídos por algún indicio poco claro, un rastro que no se sigue con ninguno de los cinco sentidos. Un lugar donde hacer descubrimientos y trepar hasta una altura diferente. La mía se llamaba Robafaves, está en la ciudad en la que nací y donde vivo, después de algunas vueltas por el mundo (Mataró), y hace apenas unos días bajó la persiana, no se sabe si para siempre.
Nadie crea que lo de trepar a las alturas es sólo una metáfora. La primera librería Robafaves estaba en la calle de Santa Teresa y era un espacio estrecho y largo —ensanchado al final, si la memoria no me falla—, donde los libros se amontonaban de techo a suelo, en un orden más bien caótico. Para alcanzar los más altos, que tal vez mi recuerdo sitúa más arriba de donde estaban en realidad, había en la tienda una escalera de gato, inestable, que tal vez debía de ser sólo de uso de los dependientes. Cuando miro con la memoria hacia aquella librería, la primera, la de la infancia, me recuerdo siempre subida en aquella escalera, inspeccionando los estantes superiores, cargados de tesoros que yo ambicionaba. Recuerdo haber sacado de allí mi primera edición propia de La dama de blanco. También los poemas de Salinas, los de Hierro, los de Yeats, los de Claudio Rodríguez. Deduzco ahora que por aquellas alturas vivía la colección Libro de Bolsillo de Alianza, puesto que los tres últimos formaban parte de ella. No ya La dama de blanco, que compré en la edición de Montesinos, carísima para mi economía de entonces, invirtiendo un regalo de cumpleaños (¿el décimosegundo? ¿el decimotercero?). De hecho, entrar en Robafaves después de un cumpleaños era una maravilla: llevaba en el bolsillo cinco o seis mil pesetas, la recaudación de varios regalos en metálico, y la intención de gastarlas íntegramente en libros, dejándome llevar por el olfato, hojeando a mi antojo, hasta dar con algo. Me sentía rica; una marquesa en la corte. Y también una buscadora de tesoros.
Lo peor era que en lo alto de la escalera no me dejaban en paz. Enseguida aparecía alguien y me preguntaba si buscaba «algo en concreto». Me invitaban a bajar. «Ya lo busco yo», me decían. Todas esas expresiones deberían estar prohibidas en una librería como esa, donde parte del placer lo obtienen los clientes husmeando por sí mismos. Es distinto el cliente que interpela al librero. Yo no buscaba nada, salvo a mí misma. Porque entre el contenido de aquellos anaqueles, los altos y los bajos, descubrí casi todo lo que soy, lo que era, lo que quería ser, lo que nunca sería. Como todo lector, está claro.
Con los años supe que salvo yo, pocos osados se atrevían a utilizar la escalera, y que mis pocos años unidos a mi escasa agilidad les hacían temer que aquel interés literario mío terminara en desgracia.
Hubo otras Robafaves. La de las primeras presentaciones —propias y ajenas—, la de los amigos libreros a quienes valía la pena consultar y obedecer, aquella en la que siempre me sentí en mi propia casa. Muchas tardes de amigos y de libros, de palabras que de ninguna manera se llevó el viento, porque siguen ahí, en la memoria. Toda mi vida de escritora transcurrió ya en la Robafaves moderna, la del carrer Nou, la que se expandió con un ansia que tal vez ahora reconozcamos excesiva. La que conquistó aquel espacio maravilloso de la librería Robafaves Jove, una maravillosa librería dedicada a los libros para niños y jóvenes, que fue la primera en perderse cuando comenzó a flojear la fortuna.
Hoy se ha perdido una librería de la que muchos presumimos. La casa de un grupo de gente que lucharon porque la literatura fuera algo importante para todos nosotros. Está claro que lo consiguieron.
Todos perdemos algo cuando se cierra una librería. Una parte importante de nuestro pasado. Y también una porción de futuro. Vendrán otras, qué duda cabe, pero no serán la misma. Tampoco nosotros lo seremos: cada vez habrá menos escaleras por las que trepar. O menos ganas de hacerlo.

* La imagen tiene casi 20 años. De derecha a izquierda: Pep Duran -uno de los fundadores de la librería-, Albert Calls, José Agustín Goytisolo y yo misma.


1 comentario:

Rebeka October dijo...

Me ha encantado tu crónica, llena de recuerdos y sentimientos de momentos pasados que siempre quedarán en tu memoria.
Al menos tienes esos recuerdos!

Un abrazo Care.