Voy a contaros la mesa redonda más absurda de mi vida. Tuvo lugar el miércoles pasado, en Iasi, una maravillosa ciudad del noreste de Rumanía, donde se celebra el FILIT, el festival de literatura más importante de la Europa del Este (con primeras espadas en el cartel, como Herta Müller o David Lodge). La mesa redonda estaba planteada bajo el título "Escritores en el centro". ¿En el centro de qué?, pregunté a una de las voluntarias de la organización, mientras nos dirigíamos hacia el encuentro. "En el centro de la ciudad", me contestó, "es por el lugar donde se ubica el escenario principal". La respuesta me inquietó en lugar de tranquilizarme. Ergo, la mesa podía plantearse de cualquier manera. En ella estábamos convocados el muy respetado -y venerable- escritor rumano Ion Vianu, casi un héroe de la resistencia contra Ceaucescu, quien regresó al país desde su exilio después de la caída del régimen comunista en 1989 y por Bogdan Suceava, un matemático rumano formado en la Universidad de Michigan (Estados Unidos) de quien me interesaba saber un montón de cosas (lo confieso: era el único con quien me sentía, a priori, en cierta sintonía). Aunque ni yo les había leído a ellos ni ellos a mí. La piedra angular de todo el meollo era el moderador, un profesor de nombre Nicolae Cretu con muchas ganas de hablar y nada que decir. De esos que hablan de Ulises, citan a Benjamin sin venir a cuento y se encuentran interesantísimos a sí mismos. Es un moderador-tipo en este tipo de actos, me temo: el moderador que no modera, sino que se luce (o piensa que se luce). El caso es que en cuanto cogió el micrófono el señor Cretu destripó mi novela ("Habitaciones cerradas") de principio a fin, sin olvidarse, por supuesto, de contar con detalles el final. Luego me lanzó una pregunta, también tipo, sobre Barcelona. Cómo me influye la ciudad, cómo hago para escribir en Barcelona, rodeada de tan hermoso paisaje, a qué huele mi novela, algo así. Cuando viajas para hablar de literatura, tienes que estar preparada para contestar todo tipo de cosas incontestables. Yo lo estoy.
El desastre llegó por otro motivo. Desde que entré en la sala comencé a preguntar por mi traductor simultáneo. Nadie allí parecía saber nada del paradero de la persona que debía encargarse de salvar ese muro infranqueable de los idiomas. Sí, sí, estaba todo previsto, me aseguraban, pero allí no aparecía nadie. Sólo un minuto antes de empezar me presentaron a una delicadeza rubia de unos veinte años muy bien adornados, quien en un español más que macarrónico me dijo: "Yo estudia español mas aún no hablo bueno".
Comenzaron a acudir a mi mente prefiguraciones de la tragedia. Dicen que el primer texto en rumano fue una carta escrita por un noble para avisar de un ataque de los turcos a la ciudad de Brasov. Pues bien, no creo que ese noble sintiera más pánico que el que yo experimenté al escuchar esa frase en los labios rosa pálido de mi belleza rubia.
Tomamos posiciones. El señor con ganas de hablar disertó durante unos seis minutos. Mi traductora estaba más tiesa que una sota, con las rodillas muy juntas. Viendo que no me decía nada, le pregunté de qué estaba hablando el presentador. Entonces ella se volvió hacia mí y me preguntó si no entendía nada de rumano. Le dije que si entendiera el rumano no la necesitaría y volví a insitirle en que me tradujera (o resumiera) las (muchas) palabras del presentador. Entonces ella me dijo, lacónica como una princesa de cuento: "Está diciendo hola".
Cuando llegó mi pregunta sobre Barcelona (o a saber), el señor llevaba hablando unos 20 minutos, el público comenzaba a fruncir el ceño y mi traductora sólo me había dirigido la palabra para informarme de que estaba muy nerviosa y no le salían las palabras en castellano. Al verla tan apurada, se me pasaron las ganas de degollarla y sentí una especie de ternura maternal. Le dije: "No te preocupes, ya aprenderás, tú haz lo que puedas y no sufras". Lo cual ella interpretó como que no necesitaba hacer nada más y dejó de traducir (si es que antes lo había hecho). Y yo hice lo único que podía hacer, dadas las circunstancias: poner cara de pues-aquí-estamos y desear que el sufrimiento fuera corto, Pero entonces recibí la pregunta y, como suelo, traté de responderla. Mi rubia, dispuesta como si supiera, agarró el micro. Yo dije una frase corta, eligiendo palabras romas, verbos sin complicaciones, adverbios terminados en mente. En fin, traté de hablar un español fácil, de nivel 1. Pero no sirvió de nada. Mi traductora se encalló en la primera frase. Comenzó a tartamudear, me miró con cara de pánico. Me preguntó bajito qué había dicho, si se lo podía repetir más despacio. En la primera fila, una señora traducía en voz alta antes que mi cándida aterrorizada. Yo no sabía qué hacer: si hablar, callar, insistir o matarla (incluyendo a alguno de la organización). Había llegado, como temía, el ejército turco.
Entonces alguien desde el público me animó a hablar en castellano. ¿En serio?, pregunté. Y una señora muy dispuesta lanzó: "¡Claro, somos lenguas románicas!". Así que comencé a hablar sin intermediaria y con mis propias palabras. Un alivio. Aunque duró poco, porque enseguida me di cuenta de que mis colegas en la mesa no tenían ni idea de lo que estaba diciendo. Y un setenta por ciento del público, me temo, tampoco. Lo supe porque pusieron la misma cara de pues-aquí-estamos que tenía yo momentos antes. A estas alturas, claro, ya había entendido que el único tema de la mesa redonda era el disparate. Y lo peor es que me había resignado a ello.
Cuando el señor Cretu empuñaba de nuevo el micrófono (¿por qué nadie se lo arrebató?) para lanzar otro de sus discursos sobre Ulises camino de Itaca y yo comenzaba a adoptar el modo qué-horror llegó mi agente en Rumanía, Simona Kessler. Simona es una mujer generosa en todos los sentidos. En el físico, en su simpatía desbordante y en una inteligencia que se adivina a través de sus palabras ágiles y su crítico -a veces cínico- sentido del humor. Fue mi salvación, aunque costó que la belleza rubia -parecía petrificada, igual lo estaba- se levantara para dejarle sitio. En cuanto Simona se sentó a mi lado y comenzó a traducirme -al inglés-, las palabras de los demás, todo comenzó a iluminarse. Pude seguir los discursos de mis colegas e incluso entablar con el señor Vianu una especie de oda de amor a Barcelona, una ciudad que él dice amar sin haberla pisado nunca. Fue bonito pero tan absurdo como todo lo demás.
Todos estos discursos me llegaron iluminados por las miradas y los comentarios de Simona. Cuando uno de ellos habló de cierta trilogía de corte ensayístico de la que es autor, los ojos de Simona brillaron maliciosamente mientras ella decía: "Oh, my Goodness, is a trilogy!" (Oh, Dios mío, es una trilogía!). Cuando uno de ellos dijo algo incomprensible sobre los pretendientes de Penélope, Simona susurró: "I have translated correctly, I promise!" (lo he traducido bien, te lo aseguro). Y cuando el señor moderador comenzó a enrollarse de nuevo, Simona dijo: "We can wait to the next question, dear" (podemos esperar a la siguiente pregunta, querida) y miró su móvil para ver cuánto tiempo quedaba. Es decir, que desde ese momento, la terrible pesadilla se convirtió, gracias a esa mujer portentosa, en un sainete. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no desternillarme de risa cada vez que Simona añadía una de sus morcillas a los comentarios de mis compañeros de mesa. Aunque, bien mirado, prefiero mil veces tener que contener la risa a contener las ganas de asesinar a una estudiante de traducción mona y jovencísima. Después de todo, no merece la pena darle este gusto al dios de Babel. ¿O no dice la Biblia que si confundió las lenguas fue para sembrar la discordia entre nosotros?
Menos mal que Satanás tuvo la ocurrencia de inventar el inglés.
* En medio de todo este embrollo me dio tiempo de hacer una especie de selfie de la mesa. En la foto se ve a todo el mundo menos a mi. ¿Será porque deseaba no estar allí?
En Internet encontré la otra, justo sobre estas líneas.