Hay novelas que pasan por tu vida como la historia que te cuenta la vecina, como una película en la que pasaste un buen rato pero que al día siguiente ya no recordabas. La última de Murakami, muy a mi pesar, es una de ellas. También lo es La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, que alguien me recomendó hace poco. No tienen nada que ver entre sí, salvo que ambas abordan asuntos familiares —¿por qué será que ahora leo buscando abuelas, nietas, hermanas, madres...?— y si hablo de ellas en una misma entrada es porque han coincidido en mi mesita de noche. Y porque ambas corren hacia el olvido a toda velocidad.
After Dark (Tusquets), lo último de Murakami es una genial escenografía. Es un plató donde podría rodarse una historia de Murakami: Tokio de noche, música de jazz con todas sus referencias y esos personajes lánguidos, inseguros, indecisos, perdidos por su propia vida, que en el escritor japonés son tan frecuentes. Los capítulos están encabezados por un reloj que marca la hora a modo de título y por una frase que indica en qué lugar y en qué momento nos encontramos. Parecen los encabezamientos de las diferentes escenas de un guión. También las situaciones son mucho más cinematográficas de lo que puedo soportar cuando leo una novela. Se nos habla todo el tiempo de "mirada objetiva" (¿mirada objetiva? Pero si la literatura es el territorio de la subjetividad...) y hay profusión de diálogos, y menos mal, porque son con diferencia lo mejor del libro. Murakami es un genio de los diálogos, y creo que se ha dado cuenta, por eso abusa de ellos para escribir historias que no creo que le entretengan demasiado, como ésta. me gustaría saber si After Dark comenzó siendo un guión o si su autor sueña con que lo sea. No me cabe duda de que acabará en la gran pantalla, y con razón. Por fin encontrará su razón de ser.
El otro libro es La nieta del señor Linh, una novela que alguien me recomendó hablándome de emociones y lágrimas. No hay palabra que me haga correr más a buscar un libro que "emoción". Exctamente eso es lo que persigo cuando leo, cuando escribo, cuando miro una película, cuando visito una exposición: emocionarme. Compré la novela de Claudel en Sevilla y la leí en mi habitación del Hotel Inglaterra, en los intersticios de la promoción andaluza de Dos Lunas. Un buen lugar para leer, con la lluvia tras los cristales y el pie en alto (qué remedio), lástima que la lectura no estuviera a la altura. Encontré una historia melodramática que podría haber sido una película de sobremesa de domingo. Un abuelo exiliado de China cae en un país extranjero, presumiblemente Francia, con su nieta de seis semanas, a quien debe cuidar. Se siente perdido hasta que encuentra un amigo, un francés viudo al que no entiende ni media palabra cuando le habla. Y le habla sin parar. Sus encuentros son inveroisímiles, pero cebados de "emoción". Ese tipo de emoción que lo estropea todo, porque es imposible tomarla en serio. La misma emoción, entendí, que tantos han visto en El niño con el pijama de rayas, para entendernos: no es posible, pero "toca fibra" y con eso a algunos les basta. A mí, no. Siguiendo con la novela de Claudel, hay internamiento del anciano en un centro para inmigrantes, huida y final feliz. Pero me quedo con ganas de saber muchas cosas que el autor me escatima y, sobre todo, me quedo con ganas de reconocer en sus páginas la verdadera vida, la que yo conozco, la que sé que no es propensa a los finales felices, en esas páginas que me decepcionan por planas, por simples. Pienso que la literatura no es eso. Por lo menos la literatura que a mí me interesa, la que me fascina por la capacidad de emocionarme, sí, pero con una dosis suficiente de verdad.
Hay libros que pasan por mis manos sin que vea la necesidad de subrayar ni una sola frase. Mala señal. Para eso, mejor voy al videoclub.
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