—Perdone, llevo seis noches soñando con su número —dijo una voz angustiada al otro lado del hilo— pero sólo hoy me he decidido a marcar. Espero que todo esto no le parezca descabellado. A mí me lo parece, pero es la verdad. He visto en sueños su número, nueve dígitos, así, tal cual. ¿Me puede decir su nombre?
Le dije mi nombre.
—No me suena.
—¿Cuál es el suyo?
—Regina Martínez.
Lo pensé un momento antes de responder:
—Ni idea.
—Estoy segura de que entre usted y yo existe una conexión más estrecha de lo que pensamos. No me pregunte por qué, pero lo sé, lo presiento. ¿Querría usted venir a mi casa y hablamos de ello mientras tomamos un café?
A los escritores nos fascinan las historias rocambolescas. Más aún si son ciertas. De algún modo, nos alimentan. De modo que acepté de inmediato. No le dije nada a nadie. Si Regina Martínez hubiera planeado el crimen perfecto, aquella tarde se habría salido con la suya. En este momento yo podría estar sirviendo de abono al ficus —espléndido— del patio de la vivienda. Sin embargo, estoy escribiendo esta historia para que otros la conozcan.
Sólo diré, antes de explicar los pormenores, que en cuanto vi la fachada de la casa donde regina me había citado supe que entre aquella mujer desconocida y yo existía un poderoso vínculo.
*
Entre mis nueve y mis trece años, visité cada semana la casa donde ahora vivía Regina Martínez. Era un ritual de domingo. Después de merendar, mi abuela Teresa se ponía los zapatos y cogía el bastón y me llevaba a visitar "la pensión". No le gustaba que otros la llamaran así, pero ella misma utilizaba el sobrenombre, que venía de la no tan remota época en que la casa se dividió en cuartos de alquiler. De eso se habían cumplido, ya entonces, más de veinte años, y mi abuela tenía unos planes muy distintos para aquel lugar que había estado vinculado a nuestra familia desde tiempos inmemoriales. Durante los últimos años, mi abuela había invertido en la casa todos sus ahorros, emprendiendo una remodelación total, que avanzaba a buen ritmo. Cada domingo debía tener lugar el ritual impostergable de examinar el estado de las obras. Revisábamos la colocación de los zócalos, la correcta conexión de los desagües de los retretes nuevos y el pulido del embaldosado del salón, que recordaba a los mosaicos romanos.
Al principio, las obras se limitaban a los suelos, las paredes y lo que no se aprecia a simple vista: cambio de cañerías, nueva calefacción, impermeabilización de las terrazas...
Un día me atreví a formularle la pregunta que me intrigaba.
—¿Para quién es la casa?
No demoró la respuesta.
—Para mí, naturalmente. En cuanto esté terminada, me trasladaré aquí.
El cambio del lugar continuó con la llegada de los electrodomésticos y de unos pocos muebles. Una cama, con su colchón enfundado en una gran bolsa plástica. Una mesita de noche de diseño moderno. Una nevera último modelo y hasta un lavavajillas. Recuerdo que aquél, a mis diez años recién cumplidos, fue el primer lavavajillas de mi vida, aunque aún fuera un poco extraña al prodigio.
Siguieron cortinajes, alfombras, tapicerías, cubrecamas y manteles. En pocos meses, la casa estaba lista para que una familia completa entrara a vivir en ella.
La abuela se detuvo frente a los ventanales del salón y murmuró:
—Ya está todo.
Y enseguida añadió:
—Cómo me gusta la vista del jardín desde este rincón. Pasaría aquí todo el tiempo del mundo, mirando, vigilando que todo esté en su lugar.
Murió dos días más tarde. En el ataúd, se le veía la cara de satisfacción de quien no deja nada por hacer.
Mis padres heredaron la casa, pero no pudieron conservarla. Yo nunca supe nada de los nuevos propietarios. No hasta que recibí la llamada de regina Martínez.
*
Cuando terminé de contarle esta historia a Regina, ella me miró con los ojos muy abiertos.
—He aquí nuestro vínculo.
—¿Qué?
—Ella.
—¿Cómo dice?
—Ella. Su abuela. Sigue aquí. Especialmente en ese rincón, el del ventanal. Cada noche la oímos sollozar. A veces no se queja, sólo respira muy profundamente. Muchas noches no nos deja dormir. Otras, nos induce sueños que pueden llegar a ser muy diferentes. Espero que después de hoy consigamos descansar una noche entera.
Le dirigí una mirada interrogante.
—Está muy claro, querida: su abuela Teresa necesitaba volver a verla. Ella está aquí, ahora. Para eso arregló la casa con tanto esmero, ¿no lo comprende? ¿O no pondría usted cuidado en el lugar donde va a quedarse por toda la eternidad?