La vida, hoy en día, está dominada y se ve complicada por la implacable cremallera. Blusas y faldas que se abren y cierran con cremallera, trajes para esquiar con cremallera por todos lados. Vestidos ligeros con trozos de cremallera perfectamente innecesarios, sólo como adorno.
¿Por qué? ¿Hay algo más terrible que una cremallera que se pone testaruda? Te deja en una situación mucho peor que los comunes y corrientes botones, broches, cierres de presión, hebillas y corchetes.
En los primeros tiempos de las cremalleras, mi madre —estremecida por tan deliciosa novedad— se mandó hacer un par de corsés a medida, con cremallera en la parte de delante. ¡Los resultados fueron sumamente desafortunados! No sólo tuvo que librar una dolorosa batalla en la primera subida sino que después las cremalleras se negaban con obstinación a bajar. ¡Quitárselos era prácticamente una operación quirúrgica! Y debido al encantador pudor victoriano de mi madre, durante un tiempo nos pareció posible que viviera el resto de sus días metida en esos corsés: ¡una especie de mujer moderna con corsé de castidad!
Desde entonces, siempre miro las cremalleras con cierta desconfianza.
De Ven y dime cómo vives. Memorias (Tusquets, 2008)
Y la imagen, «Margarita de cremallera», de Marilú, en Flickr
1 comentario:
Acostumbrado a los vaqueros con botones, a mí siempre se me olvida subirme cierta... cremallera. Creo que a veces una cremallera desabrochada es más terrible que la cremallera testaruda.
¡Sobre todo si das clases!
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