27 de enero de 2006

Pasarse al enemigo (1)


"Un crítico es un poco como un soldado que dispara contra su regimiento, o que se pasa a su enemigo, el público" (Jules Renard)

Llegué al ejercicio de la crítica desde el periodismo y al periodismo desde la pasión por la escritura, y en ambos casos demasiado joven para saber lo que me estaba sucediendo ni comprender su verdadero alcance. Fui, en mis inicios hace 15 años un claro exponente de aquello que dijo Ricardo Senabre: «Hay demasiados críticos improvisados, formados a toda prisa y también abrumados por la urgencia de su tarea». No me duelen prendas al reconocer que, en mis inicios a los 20 años, yo fui una de esos críticos improvisados. No tenía el bagaje lector imprescindible para poder enfrentarme a la obra ajena con un mínimo de rigor, del mismo modo que puedo asegurar que suplía tanta inexperiencia y tanto temor a ponerme en evidencia —porque quienes escribimos cada semana para publicar estamos todo el tiempo poniéndonos en evidencia— con un exceso de celo y una infinita toma de molestias. Fue entonces, ya metida en la enorme piel de crítico que me dejé echar encima, cuando por sentido de la responsabilidad y del ridículo empecé a leer de verdad a los contemporáneos y a los que no lo eran tanto. La tarea de los clásicos, por fortuna, la traía hecha. Leyendo y esforzándome mucho más de lo que los directores de las revistas y periódicos para los que trabajaba podían sospechar me convertí en lo que soy ahora: una falsaria, creíble pero con limitaciones, que escribe crítica literaria en los papeles.
Alguien se preguntaba no hace mucho en el suplemento para el que trabajo si los jueces de la guía Michelin deben saber cómo se fríe un huevo. Exactamente ese, me digo, es mi problema cuando hago crítica: estoy demasiado preocupada en cómo se fríe el huevo para ser capaz de valorar si está en su punto, si cruje como debería o si la yema está líquida o cocida. En otras palabras: lo que a mí me va, lo que yo soy en realidad, es quien fríe el huevo. Lo otro, lo hago con mayor o menor solvencia, con toda la seriedad y serenidad de que soy capaz, pero eso es todo.
A menudo, lo he dicho muchas veces, me siento cuando hago crítica pasada al bando del enemigo. Circunstancia que se agrava con el hecho de estar especializada en un tipo de libros: los debús narrativos de autores que escriben en español. Y cuando amplío el cerco, en contadas ocasiones, me enfrento a los papás, los abuelos y hasta los molestos bisabuelos de mis queridos debutantes. Es decir, que casi todos, salvo rarezas, son autores vivos con quienes en cualquier momento puedo tropezar en una mesa redonda, en la entrega de un premio literario o hasta en el despacho de un editor. Una circunstancia molesta, ésta de ser juez y parte, evaluadora y colega, que intento sobrellevar con lo único que se tiene al alcance en estos casos: profesionalidad y la toma infinita de molestias que, según dijo Sherlock Holmes, es propia del genio. O del ingenio, añado.
Me consuela pensar que muchos ven con buenos ojos que el crítico sea también creador, valorando como positivo lo que yo acabo de denostar. No soy la única escritora en ejercicio en el bando enemigo, desde luego. No soy la única que ejerce la crítica a la vez que se somete de vez en cuando a ella. Sin embargo, sí soy uno de los críticos más imprudentes o más idiotas que conozco. La mayoría de mis colegas escritores metidos a críticos suelen escribir sobre libros de autores extranjeros, muertos o ambas cosas a la vez, lo cual les pone a salvo de ajustes de cuentas o desbarajustes en el patio de vecinos de la Galaxia Gutemberg. No es mi caso. A mí me siguen llegando cartas incendiarias y sigo sufriendo de vez en cuando las venganzas a escala de aquellos a quienes alguna vez afeé alguna novela. En fin. No es que me importe demasiado. Cuando un autor me envía unas letras en las que me llama gilipollas por no haber valorado/entendido su obra, yo le contesto de inmediato y le adjunto alguno de mis libros, acompañado de una nota en la que le invito al ojo por ojo. Hasta hoy, no he tenido noticia de que ninguno de ellos haya publicado por ahí un artículo que me descabece, lo cual prueba, entre otras cosas, que son mejores personas que yo.

3 comentarios:

Ramón Masca dijo...

Yo siempre he pensado que sin verdadera crítica no hay verdadera literatura: no hay nada que te oriente como lector, que te indique las trampas y, sobre todo, que te aporte herramientas de juicio.

Hay malos críticos, por supuesto, los tendenciosos, los que son vícitma de su propia pretenciosidad y del amiguismo más descarado y también (los peores) los hay ignorantes. Pero sigo pensando que incluso estos son un menos dañinos que los malos escritores.

PD: se nota que no soy escritor, verdad? :D

César dijo...

Querida Care: noto un poso de amargura -incluso de culpabilidad- en tus palabras, así que empiezo a lamentar que esa frase de Renard la haya rescatado yo. Déjame decirte algo, pero decírtelo no como amigo, ni como colega, sino como un escritor hablándole a un crítico. Has juzgado algunas de mis novelas y en general las has puesto entre bien y muy bien (gracias). Eso, la crítica laudatoria, le da muchos ánimos a mi ego, pero apenas le sirve a mi lado técnico-escritor. Sin embargo, también señalaste en tus críticas algunos defectos de mi prosa. Por ejemplo, me acusaste de excederme con la prolepsis (anticipación de información). Coño, yo ni siquiera sabía que eso se llamaba así, pero reflexioné, repasé mis novelas, y descubrí que tenías toda la razón del mundo. Abusaba de la prolepsis. Por tanto, desde entonces he procurado corregir ese defecto.
Así pues, Care-crítica le ayudó a mejorar en su trabajo a César-escritor. Y te estoy inmensamente agradecido por ello. De verdad.
Y ahora en general: cuando una reseña crítica es honesta e inteligente, el escritor debe prestar mucha más atención a los juicios negativos que a los positivos. Es la única forma de mejorar.

miwok dijo...

Creo que lo más ético si vas a criticar algo es saber hacerlo. Como dicen por aquí, las críticas constructivas son una buena manera de mejorar. Aunque creo que yo no valdría para eso, me cuesta decirle a alguien que me gusta que algo no está bien hecho.