1 de enero de 2006

El primer párrafo de 2006


Por supuesto, en el Convento no dije nada de mi encuentro con el anciano caballero. Cuando sor Isabel me preguntó por mi estancia en el Balneario, me limité a desgranar las bondades del baño, del masaje y de la merienda. Todas quisieron saber a qué sabía aquella bebida cargada de exotismo de otras tierras, el té, que, naturalmente, ninguna de las hermanas había probado jamás. «Ellas no pertenecen a mi clase social, es lógico que no sepan de costumbres tan refinadas», pensé mientras intentaba para ellas una descripción:
—Sabe como a flores fermentadas. Fuerte pero relajante. Y muy beneficioso para la salud, según se cuenta.
Había una admiración general en el ambiente. Las monjas escuchaban maravilladas. Sólo sor Isabel permanecía en silencio, con el ceño ligeramente fruncido. Parecía percibir la transformación que se había operado en mí en aquellas pocas horas. O acaso fuera algo más profundo. Tal vez empezaba a sentir el cambio de rumbo en el viento de nuestra vida en común, del mismo modo que, dicen, hay quien puede presentir los temblores de tierra. En apenas unas horas, todo habría acabado.

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