28 de enero de 2006

Pasarse al enemigo (y 2)


Quiero reivindicar la indignación. Los colegas críticos con quienes algo comparto le hincan el diente a los premios Nadal, se despachan a gusto con el Planeta, tratan con Faulkner, con Nabokov o le buscan las muelas cariadas a Wislawa Szymborska o a cualquiera que se ponga por delante. Yo, aunque de vez en cuando me permito tales caprichos —casi siempre fuera de mi suplemento— soy como una abeja obrera de la crítica literaria, la que hace el trabajo sucio: en la actualidad, leo a todos los aspirantes, aprendices, advenedizos, descubridores de América e inventores de la pólvora que han publicado algo en cualquier parte, ya sea un sello del grupo Planeta, el más selecto editor independiente o la diputación de Albacete. Dedico gran parte de mi tiempo a descartar aspirantes a escritor por la sencilla razón de que todos no caben en la columna semanal de que, con suerte, dispongo. Les concedo cuarenta páginas para que me convenzan que debo escribir sobre ellos, que debo perder mi tiempo —o enriquecerlo— en terminar su novela o su libro de relatos. Pocos me convencen. Cuando lo hacen, es un verdadero regalo: el placer de llegar la primera, de descubrir. Sobra aclarar que tal felicidad se da muy pocas veces. El resto sólo logra indignarme. Me indignan los bastardos de Cela y de Umbral que crecen por ahí como zarzas en el campo —lo dice Roberto Bolaño—; no soporto a los militantes de cualquier causa, a los que se empeñan en contar su enfermedad, o los cuernos que pusieron o sufrieron; a las chicas pasmadas que escriben sobre chicas que menstruan mientras se espejan en generaciones pasadas y futuras de chicas tan pasmadas y menstruantes como ellas. Me indigna el estilo plano, como de manual de español para extranjeros, que descubro en demasiadas ocasiones. Me indigna la falta de cultura literaria que algunos creen poder suplir yendo al cine. Me indigna el famosillo o famosilla de turno metido a novelista, como si meterse a novelista fuera algo que se hace en el tiempo libre. Me indigna que quien no tenga nada que decir se empeñe en decir algo y siempre exista un editor dispuesto a publicarlo. Me indignan los falsos experimentos que no dicen nada, los supuestos inventores de lenguaje, los posmodernos. Me indignan los que creen que escribir bien es encadenar subordinadas y adjetivos y más subordinadas y más adjetivos en un ejercicio de campanudez sin precedentes (pero con seguidores). Me indignan las erratas, las contracubiertas cargadas de adjetivos que dejaron ahí con impudor los propios autores y las fichas biográficas repletas de datos innecesarios o ramplones —¡si yo les contara lo que ponen algunos en las solapas...!— y, por último, pese a que no suceda muy a menudo, me indigna que de vez en cuando me inviten a tener en cuenta la edad del autor, su condición de pobrecito inexperto o de amigo de éste o aquél con tal de aligerar la maldad de mis comentarios (cuando mis comentarios, ya lo habrán adivinado, son más comedidos que malvados). La última vez que esto pasó (y repito que pasa poco) la autora —la novela era malísima y la publicaba un importante sello comercial— tenía 32 años. Que a veces tienda a pensar demasiado en lo difícil que es freír un huevo no significa que no esté firmemente convencida de que 32 años son suficientes para haber aprendido a hacerlo con cierta solvencia. Podrán comprender que esta ristra de indignaciones son las del crítico que ya lleva catorce años leyendo por obligación. Esto que yo hago, lo pienso cada vez más, se parece mucho a la prostitución. Yo acabo leyendo a cualquiera la mayoría de las veces. Al primero que se me pone —o me ponen— por delante. Y lo hago por dinero, claro, porque si no, la mayoría de las veces, no lo haría. Sólo me queda añadir que con tanto motivo de indignación y tanta manía, la parte de mí que se declara sobre todas las cosas escritora no lo tiene nada fácil cuando se propone freír su huevo. El primero, por cierto, lo freí con 25 años y me salió bastante mal. Y, como debía suceder, no faltaron críticos apresurados, más jóvenes que yo y también más inexpertos, que se encargaron de decírmelo con las palabras más brutales de que fueron capaces. Y que más tarde —esa satisfacción sí la tuve— me pidieron disculpas retroactivas porque acababan de publicar su primera novela y les interesaba mucho limar asperezas. Ay, amigos, amigas, qué hermoso es el arrepentimiento.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente artículo. Creo que ya vas mostrando tu verdadera personalidad y dejas de lado la sonrisa forzada (empezaste en este blog como quien va a firmar libros).

Yo estudié filología hispánica y leí durante cuatro años. Es algo que no le deseo a nadie. Aborrecí para siempre la poesía, el teatro, la novela de vanguardia y casi la literatura en general. Ahora sólo leo lo que tengo ganas.

Un abrazo, y sigue sincerándote, a mí cada vez me caes mejor.

B. Llamero dijo...

Pues a mi esta descarga, que me encanta, ya me suena de otro día. La soltó Care, ante un público nutrido, en Valladolid, en unos debates con otros críticos y autores. Y me encantó tanto que aproveché un programa de radio que hago en RNE-Castillla y León para emitirlo casi todo... Aunque me temo que los destinatarios no lo oyeron, porque se sigue publicando cada cosa...

Ernesto Guajardo dijo...

¡Qué resfrescante, Care! Luego de tanto estructuralismo genético, pasando por nostalgias a lo Sainte-Beuve, el delirio posmo y todos los ismos habidos y por haber. ¡A recuperar el simple gozo de leer!

De hecho, deseo incluir párrafos de tu texto en mi blog, el que avisa no es traidor, como dice un amigo argentino.

Ernesto Guajardo dijo...

"refrescante", por cierto...