Me gustan los disfraces y los pecados de la carne, por eso mi mes es febrero.
Es fascinante que el calendario nos brinde la oportunidad de convertirnos, durante unos breves días, en casi cualquier cosa, con tal de no tomarnos la vida demasiado en serio. Yo fui una niña boba de esas que nunca hubieran consentido en disfrazarse de algo ridículo. Por ejemplo, nadie hubiera conseguido convencerme para que me vistiera, pongamos, de tomate maduro o de cartón de leche. Yo siempre iba de princesa, de zíngara o de mosquetera.
Descubro, con azoramiento, que tampoco ahora querría perder la compostura. Si un tomate maduro o un cartón de leche me parecían patéticos a los diez años, qué decir veinte, treinta, cuarenta años más tarde. Advierto que tampoco adoptaría ninguno de esos atuendos de soez provocación anticlerical, por mucho que considere que de ellos es el verdadero espíritu del carnaval. La verdad, para no llevarme bien con la iglesia no necesito vestirme de monja embarazada (un clásico), ni mi ateísmo tiene ninguna necesidad de relacionar falos con calvarios. Los disfraces de bichitos nunca me han llamado la atención (aunque a mi hijo pequeño, lo confieso, le he disfrazado de abejita, sólo porque estaba monísimo. Sé que he obrado mal y me arrepiento, por eso asumiré que dentro de muchos años él sienta tentaciones de vestir a su madre, ya decrépita, de mosca cojonera, por ejemplo, para después presentarme al concurso de disfraces de la residencia de ancianos).
Por último, ya ni siquiera me quedan los atuendos moñas que marcaron mi niñez. Los zíngaros han perdido aquel glamur de antaño (además, la transhumancia ya no es lo que era, hoy cualquier aburrido se mete a transhumante); en cuanto la monarquía pone sus zarpas sobre alguien lo viste de traje de chaqueta color visón o burdeos, falda por debajo de la rodilla, medias de color carne y zapatos tipo salón con un tacón de cinco centímetros, ¡horror!, con lo cual el disfraz de princesa ya no es ningún chollo. Y, por último, para lo que no estoy, a estas alturas, es para mosqueteras. Definitivamente no, aunque a más de uno le grabaría yo en la espalda, no con poco placer, la z vengadora.
Me gustaría disfrazarme de madre de familia numerosa capaz de llegar a fin de mes sin comerse al gato, o de viajera impenitente a punto de partir hacia el Titikaka, o de Lady Chaterley en el momento de verle todo a su fornido guardabosques, o de Marcel Proust comiendo magdalenas. Para qué conformarme con menos, si en el espíritu del disfraz está lo inalcanzable.
Y si el disfraz no me desfoga, siempre me quedará la carne. He pensado en hacer un máster sobre simbología sexual en la gastronomía carnavalesca, sólo como excusa para hincharme a butifarra de huevo en Catalunya, descubrir en Menorca ese guiso de habas que llaman cuinat, regresar a esa idealización afrodisíaca de la vagina que es un pestiño, cuando está bien hecho o —el colmo de la sofisticación—, participar en Cádiz en una erizada.
Al erizo, que cada cual le otorgue la simbología que crea conveniente.
La imagen: nuestro Carnestoltes de cabecera.
29 de febrero de 2008
28 de febrero de 2008
Bitácoras de ayer y hoy
Una pregunta que mis amigos me formulan recientemente:
—¿Cómo encuentras tiempo para escribir en el blog todos los días?
Fácil. El blog es el único lugar donde no soy escritora profesional. Por eso me gusta tanto.
Comencé a escribir un diario a los 8 años, el 22 de octubre de 1978. Acabo de caer en que en este 2008 se van a cumplir 30 años de aquella fecha, y la verdad es que no sé si alegrarme o echarme a llorar por el hecho de llevar 30 años escribiendo. Durante toda mi vida he escrito diario tras diario: tres cajas llenas de cuadernos que repasan de un modo engorrosamente verídico mi biografía. Hasta que me cansé de mí misma, a los treintaypocos, y dejé de escribir diarios. Luego llegó el blog, y descubrí que se parecía bstante a un diario, pero con algunas ventajas: el hecho de teneros ahí, al otro lado de la pantalla, es la más grande.
Conclusiones:
1) Admiro profundamente a los escritores de diarios buenos y constantes, como Andrés Trapiello o José Luis García Martín. Ellos son lo que yo no sé ser.
2) El blog me permite ejercitar la faceta que tengo más olvidada de mí misma. Es la misma razón por la que en la facultad, en época de exámenes, me imponía unos deberes diarios de dos páginas de escritura. Dos páginas de mi diario, por supuesto.
Daba igual de qué escribiera. Lo importante era escribir. Ahora hago lo mismo en las temporadas de más compromisos, pero aquí.
La vida es (deliciosamente) cíclica.
En la imagen: De Drakealone en Flickr
—¿Cómo encuentras tiempo para escribir en el blog todos los días?
Fácil. El blog es el único lugar donde no soy escritora profesional. Por eso me gusta tanto.
Comencé a escribir un diario a los 8 años, el 22 de octubre de 1978. Acabo de caer en que en este 2008 se van a cumplir 30 años de aquella fecha, y la verdad es que no sé si alegrarme o echarme a llorar por el hecho de llevar 30 años escribiendo. Durante toda mi vida he escrito diario tras diario: tres cajas llenas de cuadernos que repasan de un modo engorrosamente verídico mi biografía. Hasta que me cansé de mí misma, a los treintaypocos, y dejé de escribir diarios. Luego llegó el blog, y descubrí que se parecía bstante a un diario, pero con algunas ventajas: el hecho de teneros ahí, al otro lado de la pantalla, es la más grande.
Conclusiones:
1) Admiro profundamente a los escritores de diarios buenos y constantes, como Andrés Trapiello o José Luis García Martín. Ellos son lo que yo no sé ser.
2) El blog me permite ejercitar la faceta que tengo más olvidada de mí misma. Es la misma razón por la que en la facultad, en época de exámenes, me imponía unos deberes diarios de dos páginas de escritura. Dos páginas de mi diario, por supuesto.
Daba igual de qué escribiera. Lo importante era escribir. Ahora hago lo mismo en las temporadas de más compromisos, pero aquí.
La vida es (deliciosamente) cíclica.
En la imagen: De Drakealone en Flickr
27 de febrero de 2008
Una casa para siempre (microcuento)
Desde que cumplí siete años, visité a mi abuela Teresa cada domingo por la tarde. Ella vivía en un piso grande, gélido y lleno de sombras que no quedaba lejos de nuestra casa. En invierno, mi abuela se refugiaba en el salón, con la televisión encendida y una estufa de butano. En verano, las ventanas estaban abiertas y cenábamos nada más ponerse el sol sobre la mesa junto al ventanal. Luego mi abuela me contaba historias. Algunas buceaban en el pasado familiar. Otras indagaban en los secretos del barrio. Las había extraídas de la prensa del corazón y basadas en descubrimientos sorprendentes. No era extraño que Teresa hablara de marcianos colonizadores o muertos que regresaban de su tumba para visitar a los vivos, con la misma naturalidad con que hablaba de Soraya y el Sah de Persia o del tendero de la esquina quien, por cierto, podría haber sido mi padre, según me reveló una vez.
Cuando caía la tarde, mi abuela y yo salíamos. Caminando sin prisa y apoyándose sobre su bastón, ella recorría a mi lado las dos calles que nos separaban de la vieja casa familiar, deshabitada desde hacía décadas. Acudíamos allí con la importante misión de supervisar el trabajo de los albañiles, ya que mi abuela había decidido de pronto realizar importantes reformas en la casa. Yo la ayudaba a inspeccionar todos los detalles, desde la colocación de los azulejos que había elegido para los cuartos de baño hasta el tono de las nuevas persianas. La reforma fue integral, e incluyó derribos de tabiques, restauración de mosaicos y la instalación de muebles y electrodomésticos nuevos. En una de las paredes del salón, mi abuela mandó instalar un mural de enormes dimensiones donde se veía una casa oscura a la orilla de un lago, una cumbre salpicada de nieve y un cielo veteado de nubes blancas e inofensivas como algodón. «Me han dicho que es Suiza», explicó mi abuela, «lo he elegido porque es relajante, la típica foto que mirarías durante años y años».
Una vez le pregunté cuándo pensaba instalarse en la casa.
«Cuando me retire», me contestó, sin más explicaciones.
Mi abuela tenía una tienda de objetos de regalo que era toda su vida. Día tras día, a las nueve y media de la mañana, abría las puertas de la tienda. A la una y media se marchaba a casa a comer y regresaba por la tarde, para cumplir con su horario comercial sin un solo retraso. De cuatro a ocho. De lunes a sábado, toda su vida. Sin vacaciones. Si alguien le preguntaba cuándo pensaba tomarse vacaciones respondía: «Yo estoy de vacaciones todo el año». Si alguien le hablaba de retirarse decía: «Cuando termine las obras de la casa».
La última vez que fuimos a la vieja casa familiar, ésta ya presentaba un aspecto impecable. El salón estaba perfectamente amueblado, con su televisor en color sin estrenar, cubierto por un plástico. La nevera, el lavavajillas, el horno, la lavadora… todo estaba aún dentro de los embalajes con que llegaron de la tienda. La cama estaba hecha con sábanas recién compradas. En el cuarto de baño no faltaba nada: ni siquiera el cepillo de dientes, también nuevo. La esponja era natural y estaba dentro de un cilindro de plástico. No le había quitado ni el precio.
Sólo volví a la casa una vez más. Fue el mismo día del entierro de mi abuela. Me hizo sentir muy triste descubrir la pátina de polvo que se había acumulado sobre los embalajes y los muebles nuevos. Me senté un momento sobre el sofá del salón, que también estaba cubierto por un plástico, y contemplé el mural de la pared. Mi abuela tenía razón: inspiraba un enorme sosiego. Pero había algo más, una presencia invisible que me ayudó a sentirme mejor. De pronto, fue como si estuviera junto a ella a la orilla de un lago suizo. O como si ella estuviera por fin en el lugar donde tanto había deseado estar.
Mi madre heredó la casa y todo su contenido. Apenas un mes después, decidió venderla. No fue difícil encontrar un comprador, que quedó maravillado con el aspecto que presentaba todo. La tarde en que mis padres acudieron al notario para formalizar la venta, yo me quedé en casa, estudiando. Nuestro perro, un gran danés joven y valiente, dormitaba a mis pies. De pronto, el perro comenzó a gruñirle a la oscuridad del pasillo. Tenía la mirada fija en un punto muy concreto y enseñaba los dientes como si se enfrentara a un enemigo. Entonces escuché una fuerte respiración junto a mi oído derecho. Ni la televisión ni la radio estaban conectadas. No fue un sonido que pudiera confundirse con otro. Fue algo claro, conciso, insistente: una respiración fuerte, como enfadada, como enloquecida. Se repitió un par de veces más, amenazadora. En ese instante, el perro huyó de mi habitación en dirección a la cocina. Yo también salí, muy asustada, y me refugié en el balcón, el único lugar donde me sentía a salvo, a esperar a que regresaran mis padres.
Nadie se atrevió a buscarle una explicación a lo que había ocurrido. Creo que, en el fondo, todos comprendíamos los motivos que tenía mi abuela para estar muy enfadada. La imaginé contemplando el paisaje suizo rodeada de personas extrañas, y por un momento experimenté su misma rabia.
La imagen de hoy: Hrisey
Cuando caía la tarde, mi abuela y yo salíamos. Caminando sin prisa y apoyándose sobre su bastón, ella recorría a mi lado las dos calles que nos separaban de la vieja casa familiar, deshabitada desde hacía décadas. Acudíamos allí con la importante misión de supervisar el trabajo de los albañiles, ya que mi abuela había decidido de pronto realizar importantes reformas en la casa. Yo la ayudaba a inspeccionar todos los detalles, desde la colocación de los azulejos que había elegido para los cuartos de baño hasta el tono de las nuevas persianas. La reforma fue integral, e incluyó derribos de tabiques, restauración de mosaicos y la instalación de muebles y electrodomésticos nuevos. En una de las paredes del salón, mi abuela mandó instalar un mural de enormes dimensiones donde se veía una casa oscura a la orilla de un lago, una cumbre salpicada de nieve y un cielo veteado de nubes blancas e inofensivas como algodón. «Me han dicho que es Suiza», explicó mi abuela, «lo he elegido porque es relajante, la típica foto que mirarías durante años y años».
Una vez le pregunté cuándo pensaba instalarse en la casa.
«Cuando me retire», me contestó, sin más explicaciones.
Mi abuela tenía una tienda de objetos de regalo que era toda su vida. Día tras día, a las nueve y media de la mañana, abría las puertas de la tienda. A la una y media se marchaba a casa a comer y regresaba por la tarde, para cumplir con su horario comercial sin un solo retraso. De cuatro a ocho. De lunes a sábado, toda su vida. Sin vacaciones. Si alguien le preguntaba cuándo pensaba tomarse vacaciones respondía: «Yo estoy de vacaciones todo el año». Si alguien le hablaba de retirarse decía: «Cuando termine las obras de la casa».
La última vez que fuimos a la vieja casa familiar, ésta ya presentaba un aspecto impecable. El salón estaba perfectamente amueblado, con su televisor en color sin estrenar, cubierto por un plástico. La nevera, el lavavajillas, el horno, la lavadora… todo estaba aún dentro de los embalajes con que llegaron de la tienda. La cama estaba hecha con sábanas recién compradas. En el cuarto de baño no faltaba nada: ni siquiera el cepillo de dientes, también nuevo. La esponja era natural y estaba dentro de un cilindro de plástico. No le había quitado ni el precio.
Sólo volví a la casa una vez más. Fue el mismo día del entierro de mi abuela. Me hizo sentir muy triste descubrir la pátina de polvo que se había acumulado sobre los embalajes y los muebles nuevos. Me senté un momento sobre el sofá del salón, que también estaba cubierto por un plástico, y contemplé el mural de la pared. Mi abuela tenía razón: inspiraba un enorme sosiego. Pero había algo más, una presencia invisible que me ayudó a sentirme mejor. De pronto, fue como si estuviera junto a ella a la orilla de un lago suizo. O como si ella estuviera por fin en el lugar donde tanto había deseado estar.
Mi madre heredó la casa y todo su contenido. Apenas un mes después, decidió venderla. No fue difícil encontrar un comprador, que quedó maravillado con el aspecto que presentaba todo. La tarde en que mis padres acudieron al notario para formalizar la venta, yo me quedé en casa, estudiando. Nuestro perro, un gran danés joven y valiente, dormitaba a mis pies. De pronto, el perro comenzó a gruñirle a la oscuridad del pasillo. Tenía la mirada fija en un punto muy concreto y enseñaba los dientes como si se enfrentara a un enemigo. Entonces escuché una fuerte respiración junto a mi oído derecho. Ni la televisión ni la radio estaban conectadas. No fue un sonido que pudiera confundirse con otro. Fue algo claro, conciso, insistente: una respiración fuerte, como enfadada, como enloquecida. Se repitió un par de veces más, amenazadora. En ese instante, el perro huyó de mi habitación en dirección a la cocina. Yo también salí, muy asustada, y me refugié en el balcón, el único lugar donde me sentía a salvo, a esperar a que regresaran mis padres.
Nadie se atrevió a buscarle una explicación a lo que había ocurrido. Creo que, en el fondo, todos comprendíamos los motivos que tenía mi abuela para estar muy enfadada. La imaginé contemplando el paisaje suizo rodeada de personas extrañas, y por un momento experimenté su misma rabia.
La imagen de hoy: Hrisey
25 de febrero de 2008
Detesto las descripciones en literatura. Me parecen innecesarias, casi siempre carentes de imaginación, pasadas de moda, homicidas del ritmo del relato y muchas cosas más (todas malas). Procuro evitarlas cuando escribo y pensar en mis cosas mientras me toca leerlas. Me gustaría tener un amigo que se sentara en mi sofá con la desenvoltura del que está en su casa, me mirara a los ojos y me dijera: «Voy a ponerte a prueba: ya sé que has dicho mil veces que detestas las descripciones, por eso ha llegado la hora de que aprendas a utilizarlas y a valorarlas.» Y a continuación me obligara a escribir un relato donde la acción tuviera que avanzar sólo a base de descripciones. Puedo imaginar lo complicado que me resultaría cumplir su mandato, cuánto llegaría a maldecirle por tener que mantener ese cuerpo a cuerpo con la mayor de mis manías como escritora; y también lo gratificante que podría llegar a ser la experiencia, cuántas cosas podría llegar a aprender de mí misma, del oficio de escribir y del de envejecer a base de convertirme en una maniática.
Por supuesto, para algo así haría falta contar con un mandatario exigente, crítico y perverso. Alguien que se tomara las reglas del juego —de todos los juegos, del de la vida, del suyo propio, del mío— muy en serio. Alguien que disfrutara inventando normas aún por estrenar allí donde las de siempre parecen comenzar a desgastarse. Alguien imperturbable, cruel, casi vengativo. Juguetón por encima de todas las cosas. Decididamente, creo que ninguno de mis amigos es así. Es una lástima, porque trabajo bien bajo presión.
La imagen de hoy: de Martalona, en flickr
Por supuesto, para algo así haría falta contar con un mandatario exigente, crítico y perverso. Alguien que se tomara las reglas del juego —de todos los juegos, del de la vida, del suyo propio, del mío— muy en serio. Alguien que disfrutara inventando normas aún por estrenar allí donde las de siempre parecen comenzar a desgastarse. Alguien imperturbable, cruel, casi vengativo. Juguetón por encima de todas las cosas. Decididamente, creo que ninguno de mis amigos es así. Es una lástima, porque trabajo bien bajo presión.
La imagen de hoy: de Martalona, en flickr
22 de febrero de 2008
Un divertimento para el fin de semana
Se trata de responder a las preguntas utilizando sólo títulos de novelas que hayáis leído. Os animo a hacerlo también, navegantes:
*¿Eres hombre o mujer? Mujer en guerra
*Descríbete: Una mujer difícil
*¿Cómo te gustaría que te recordaran los demás? La mujer de treinta años
*¿Cómo describirías tu anterior relación sentimental? Mucho ruido y pocas nueces
*Describe tu actual relación: Vida y destino
*¿Dónde quisieras estar ahora? La plaza del Diamante
*¿Cómo eres respecto al amor? Lolita
* ¿Cómo es tu vida? La velocidad de la luz
*¿Qué pedirías hoy si se te concediera un solo deseo? Cien años de soledad
* Un consejo: Nunca le des la mano a un pistolero zurdo
*Ahora despídete: Confieso que he vivido
Con permiso de (por este orden): Maruja Torres, John Irving, Honoré de Balzac, William Shakespeare, Vasili Grossman, Mercè Rodoreda, Vladimir Nabokov, Javier Cercas, Gabriel García Márquez, Benjamín Prado, Pablo Neruda.
La foto: sombra de felicidad compartida.
Buen finde, navegantes.
*¿Eres hombre o mujer? Mujer en guerra
*Descríbete: Una mujer difícil
*¿Cómo te gustaría que te recordaran los demás? La mujer de treinta años
*¿Cómo describirías tu anterior relación sentimental? Mucho ruido y pocas nueces
*Describe tu actual relación: Vida y destino
*¿Dónde quisieras estar ahora? La plaza del Diamante
*¿Cómo eres respecto al amor? Lolita
* ¿Cómo es tu vida? La velocidad de la luz
*¿Qué pedirías hoy si se te concediera un solo deseo? Cien años de soledad
* Un consejo: Nunca le des la mano a un pistolero zurdo
*Ahora despídete: Confieso que he vivido
Con permiso de (por este orden): Maruja Torres, John Irving, Honoré de Balzac, William Shakespeare, Vasili Grossman, Mercè Rodoreda, Vladimir Nabokov, Javier Cercas, Gabriel García Márquez, Benjamín Prado, Pablo Neruda.
La foto: sombra de felicidad compartida.
Buen finde, navegantes.
20 de febrero de 2008
Ejercicio de composición
Ayer me preguntó un chico en un colegio de Salamanca cuál era la pregunta más extraña que me han hecho jamás. Le referí una vez en que un muchacho de una edad similar a la suya me preguntó si soy miope y si no me planteo, por ello, dejar de leer o de escribir (ojo, porque la preguntita encierra un mensaje terrible: leer y escribir perjudica, vade retro). Lo que no sabía era que una de las preguntas más raras que me han hecho jamás, aunque muy divertida de contestar, llegaría poco después, de boca de un muchacho de 15 años:
-¿Cómo te gustaría morir? -quiso saber.
Fui sincera:
-De repente. Entre los míos. Lúcida. No muy vieja.
Murmuraban, de ese modo en que lo hacen los adolescentes cuando algún tema les inquieta. Pensé que estaría bien hablar de la muerte. Les conté que no me importa hablar de mi propia muerte porque nunca me ha preocupado ni impresionado la idea de morirme. Puntualicé: desde que tengo hijos siento que no puedo morir todavía, que tengo unos 20 años de intenso trabajo por delante. Luego, ya qué más dará. Hay mucha gente en el mundo y nadie es insustituible.
Callaban y estaban muy atentos. El tema funcionaba.
Les expliqué que tengo escrito el texto que va a leerse en mi funeral. Me preguntaron por qué lo había hecho, qué decía. No desvelé el contenido, pero sí los motivos:
-Porque no quiero que a mi entierro venga cualquier gilipollas a decir cualquier cosa.
Se rieron. Debo confesar que eso, exactamente, era lo que yo pretendía.
Cuando ya me iba, la profesora me contó que la idea de escribir el texto de su funeral les había gustado: lo habían propuesto como tema para una composición en clase de literatura. Ella aceptó.
De modo que muy pronto habrá en Salamanca, por mi culpa, 60 chicos y chicas de 15 y 16 años escribiendo el texto que debe leerse en su entierro.
Espero que los padres me lo perdonen.
¡Cómo me gustan estos chicos!
La imagen de hoy: un buen sitio para pasar la eternidad en solitario. Grimsey.
-¿Cómo te gustaría morir? -quiso saber.
Fui sincera:
-De repente. Entre los míos. Lúcida. No muy vieja.
Murmuraban, de ese modo en que lo hacen los adolescentes cuando algún tema les inquieta. Pensé que estaría bien hablar de la muerte. Les conté que no me importa hablar de mi propia muerte porque nunca me ha preocupado ni impresionado la idea de morirme. Puntualicé: desde que tengo hijos siento que no puedo morir todavía, que tengo unos 20 años de intenso trabajo por delante. Luego, ya qué más dará. Hay mucha gente en el mundo y nadie es insustituible.
Callaban y estaban muy atentos. El tema funcionaba.
Les expliqué que tengo escrito el texto que va a leerse en mi funeral. Me preguntaron por qué lo había hecho, qué decía. No desvelé el contenido, pero sí los motivos:
-Porque no quiero que a mi entierro venga cualquier gilipollas a decir cualquier cosa.
Se rieron. Debo confesar que eso, exactamente, era lo que yo pretendía.
Cuando ya me iba, la profesora me contó que la idea de escribir el texto de su funeral les había gustado: lo habían propuesto como tema para una composición en clase de literatura. Ella aceptó.
De modo que muy pronto habrá en Salamanca, por mi culpa, 60 chicos y chicas de 15 y 16 años escribiendo el texto que debe leerse en su entierro.
Espero que los padres me lo perdonen.
¡Cómo me gustan estos chicos!
La imagen de hoy: un buen sitio para pasar la eternidad en solitario. Grimsey.
19 de febrero de 2008
Paraísos
"El Paraíso es un buen hotel a la hora del desayuno", escribe Antonio Pereira.
Personalmente, de los hoteles no recuerdo casi nada, excepto el salón de desayunos. Algunos no se me olvidarán jamás. El Hotel Camino Real, de Cancún (México), que tenía tres mostradores en forma de "U", uno de ellos dedicado sólo a frutas. El del Meliá Lebreros, en Sevilla, pantagruélica demostración de la variedad gastronómica local (y no sólo eso), con una alacena sólo para variedades de pan. A estos dos les daría yo el Premio Paraíso ex-aequo.
Aunque para que la felicidad se produzca no hace falta tanta exuberancia. Recuerdo un desayuno en una Guesthouse de Akureyri (Islandia) en una terraza junto a un río, con salmón y mantequilla casera, que estuvo realmente bien (y apenas había nada más: salmón, mantequilla, un pan integral buenísimo, café, leche y zumo).
Este es mi paraíso particular: vistas al mar, claridad matutina, hora decente (digamos a partir de las 8.30), un pan rico y del día, un tomate (cosas de ser catalana, qué le vamos a hacer), un chorro de aceite de oliva, una loncha de queso no muy curado, un vaso de zumo y dos tazas de café con leche no muy cargado. Para que la cosa sea perfecta, mejor no haber cenado la noche anterior. Para que sea aún mucho más perfecta, una buena compañía que haya dormido conmigo.
En la imagen: otra idea de la felicidad, más cotidiana. Es de Mady, tomada de su fotolog.
Personalmente, de los hoteles no recuerdo casi nada, excepto el salón de desayunos. Algunos no se me olvidarán jamás. El Hotel Camino Real, de Cancún (México), que tenía tres mostradores en forma de "U", uno de ellos dedicado sólo a frutas. El del Meliá Lebreros, en Sevilla, pantagruélica demostración de la variedad gastronómica local (y no sólo eso), con una alacena sólo para variedades de pan. A estos dos les daría yo el Premio Paraíso ex-aequo.
Aunque para que la felicidad se produzca no hace falta tanta exuberancia. Recuerdo un desayuno en una Guesthouse de Akureyri (Islandia) en una terraza junto a un río, con salmón y mantequilla casera, que estuvo realmente bien (y apenas había nada más: salmón, mantequilla, un pan integral buenísimo, café, leche y zumo).
Este es mi paraíso particular: vistas al mar, claridad matutina, hora decente (digamos a partir de las 8.30), un pan rico y del día, un tomate (cosas de ser catalana, qué le vamos a hacer), un chorro de aceite de oliva, una loncha de queso no muy curado, un vaso de zumo y dos tazas de café con leche no muy cargado. Para que la cosa sea perfecta, mejor no haber cenado la noche anterior. Para que sea aún mucho más perfecta, una buena compañía que haya dormido conmigo.
En la imagen: otra idea de la felicidad, más cotidiana. Es de Mady, tomada de su fotolog.
18 de febrero de 2008
De ángeles caídos
El 19 por 100 de los franceses creía en el Diablo según una encuesta realizada en el año 1990, según afirma Georges Minois en el libro Breve Historia del Diablo (Espasa-Calpe, 2002). Según la misma fuente, entre los católicos practicantrs la cifra se elevaba al 49 por ciento. Y bajaba hasta el 5 por ciento entre los ateos.
Acaba el libro:
"Todo el mundo lo sabe: el siglo XXI será el siglo de lo virtual, de la no-existencia, del no-ser. Precisamente eso, el no-ser, según se repite desde San Agustín, es otro nombre del diablo".
Pensad, navegantes: ¿Dónde se escondería el Diablo si pretendiera hacerse con nuestras almas hoy en día?
Bienvenidos al Infierno.
Acaba el libro:
"Todo el mundo lo sabe: el siglo XXI será el siglo de lo virtual, de la no-existencia, del no-ser. Precisamente eso, el no-ser, según se repite desde San Agustín, es otro nombre del diablo".
Pensad, navegantes: ¿Dónde se escondería el Diablo si pretendiera hacerse con nuestras almas hoy en día?
Bienvenidos al Infierno.
15 de febrero de 2008
Ruben Castillo ya es moderno
Estrena Blog. Y, glups, conmigo.
Estará en "Sitios por los que rondo", pero hoy le damos la bienvenida como se merece.
http://www.rubencastillo.blogspot.com/
Estará en "Sitios por los que rondo", pero hoy le damos la bienvenida como se merece.
http://www.rubencastillo.blogspot.com/
14 de febrero de 2008
El amor en los tiempos de Bardem
He decidido celebrar este día de los enamorados en que dormiré sola en un hotel de Sevilla yendo a ver El amor en los tiempos del cólera. He descubierto lo que ya sospechaba: que si a la historia de la novela le quitas la prosa exagerada y maravillosa de García Márquez, la cosa se convierte en una acaramelada historia de amor que da ganas de vomitar. Si no fuera (ah!) por las escenas en las que Javier-qué rico-Bardem aparece meneando las caderas en plena euforia amatoria o como su mamá le trajo al mundo, luciendo tremendo palmito. Bueno, su interpretación es lo mejor de la película, aunque me quedo mil veces con el Florentino Ariza viejo, sonriente, apocado y creíble en su maquillaje de anciano antes que con el llorón Ariza joven, que no le sienta nada bien a Bardem (y eso que está más sexy). Me pregunto si la elección de Giovanna Mezzogiorno en el papel de Fermina Daza no habrá sido un modo de alentar a las masas femeninas haciéndonos creer que semejante quesito de hombre se liaría con una normalita como ella. ¿No se supone que su personaje es un bellezón tropical por el que todo el mundo suspira? Los diálogos son pobres, algunos personajes resultan odiosos de puro estereotipados (como el del padre de ella) y tengo la impresión de que la peli carga las tintas en todo excepto donde debe cargarlas, que es en el encuentro carnal -por fin- de ellos dos después de que se esperen más de 50 años.
Pero no sé que hago ejerciendo la crítica cinematográfica precisamente esta noche en que aún no me he repuesto del sobresalto de las caderas y el cuerpazo que acabo de referir... Ay, si aún se me escapa algún que otro suspiro al recordarlo.
Seamos prácticos. ¿Tiene todo lo dicho algún sentido práctico? Sin duda. Nada más salir del cine he llamado a mi hombre y le he confesado entre suspiros las ganas que tengo de volver a casa, lo cual le ha provocado una gran alegría, visto mi entusiasmo.
Si es que estas cosas, ya lo digo yo, siempre revierten en beneficio de la pareja. Propongo que declaremos el palmito encuerado de Javier Bardem bien de utilidad pública. ¿O mejor patrimonio histórico-artístico? ¿Bien de la humanidad? ¿Pedimos a la Unesco que lo proteja?
La imagen de hoy: mi único entretenimiento para esta noche, qué lástima, qué desaprovechadita estoy.
Pero no sé que hago ejerciendo la crítica cinematográfica precisamente esta noche en que aún no me he repuesto del sobresalto de las caderas y el cuerpazo que acabo de referir... Ay, si aún se me escapa algún que otro suspiro al recordarlo.
Seamos prácticos. ¿Tiene todo lo dicho algún sentido práctico? Sin duda. Nada más salir del cine he llamado a mi hombre y le he confesado entre suspiros las ganas que tengo de volver a casa, lo cual le ha provocado una gran alegría, visto mi entusiasmo.
Si es que estas cosas, ya lo digo yo, siempre revierten en beneficio de la pareja. Propongo que declaremos el palmito encuerado de Javier Bardem bien de utilidad pública. ¿O mejor patrimonio histórico-artístico? ¿Bien de la humanidad? ¿Pedimos a la Unesco que lo proteja?
La imagen de hoy: mi único entretenimiento para esta noche, qué lástima, qué desaprovechadita estoy.
13 de febrero de 2008
12 de febrero de 2008
Criaturas que aparecen en primavera
Esta mañana he estado en uno de esos institutos que me tocan de vez en cuando en los que sientes ganas de no salir más de casa. Aclaro que cuando un encuentro entre alumnos y escritores va mal suele ser culpa del profesorado, nunca de los alumnos (y menos de los escritores, porque os aseguro que hacen falta ganas para ir por ahí predicando la buena nueva de la literatura entre los alumnos de secundaria).
A los chavales que me escuchaban les he contado mi primer encontronazo con la literatura erótica. La cosa estaba encuadrada en la parte de la charla titulada: "Libros que me apetecía leer de adolescente y libros de los que huía nada más olerlos". Entre los que más me tentaban de todos los libros que aún no debía leer (yo les llamo genéricamente, los libros "aún no") estaban los de la colección La sonrisa vertrical. Los compraba con mi paga y los leía a escondidas, muchas veces bajo las sábanas. Era tan ingenua que ni siquiera sabía lo que significaba el eslógan de la contracubierta: "una colección para leer con una sola mano". Me pasé bastantes ratos preguntándome por qué se dirigía a los mancos aquella colección tan simpática.
Debo aclarar que, a diferencia de lo que les ocurre a los chavales de hoy, yo no había gozado de una educación sexual nada completa.
Con semejante preparación, la lectura de los libros de las tapas rosadas eran para mí una especie de universidad en la materia, donde aprendí cositas muy útiles que con el tiempo terminaron por serme de gran provecho. Una vez cayó en mis manos un libro de relatos cuyo título y autora he olvidado por completo (qué cruel es la posteridad) en cuyo primer cuento se explicaba la siguiente historia: una mujer se dispone a fregar el suelo de su casa, para lo cual abre de par en par la ventana del salón. Cuando está a cuatro patas sobre las losetas, con la bayeta en la mano (muy a la antigua usanza), ve entrar revoloteando por la ventabna un pene alado. Semejante anuncio de la primavera le causa tan gran emoción que se lanza a la caza de la criatura, con quien muy pronto entrará en lúdica interacción.
¿Podéis imaginar los efectos que tan imaginativa aventura tuvo sobre la desinformada chiquilla que yo era entonces? Pasé una buena temporada pensando que los penes poseían la capacidad de levantar el vuelo en cualquier momento, y mirando hacia la ventana por si la primavera traía a alguno de ellos a anidar en el alféizar. Menos mal que salí de dudas antes de ver el primer pene de mi vida, o hubiera hecho un ridículo espantoso animándole a hacer aquello que yo sabía que podía hacer.
En fin. De una versión resumida y desapasionada de esta historia, y muchas otras cosas sobre pasión lectora, hemos hablado esta mañana con los alumnos que os decía. Sus risas y su atención han hecho, como siempre, que todo terminara valiendo la pena. Y la visión del Atlántico, con Rota y Chipiona al fondo, que tengo desde la habitación del hotel, compensan el resto.
Seguro que mañana será más fácil que las cosas salgan bien.
En la imagen, tomada hace 15 días, otra aparición primaveral: las flores de los almendros de Can Bruguera, en Mataró, que siempre son las primeras en salir.
A los chavales que me escuchaban les he contado mi primer encontronazo con la literatura erótica. La cosa estaba encuadrada en la parte de la charla titulada: "Libros que me apetecía leer de adolescente y libros de los que huía nada más olerlos". Entre los que más me tentaban de todos los libros que aún no debía leer (yo les llamo genéricamente, los libros "aún no") estaban los de la colección La sonrisa vertrical. Los compraba con mi paga y los leía a escondidas, muchas veces bajo las sábanas. Era tan ingenua que ni siquiera sabía lo que significaba el eslógan de la contracubierta: "una colección para leer con una sola mano". Me pasé bastantes ratos preguntándome por qué se dirigía a los mancos aquella colección tan simpática.
Debo aclarar que, a diferencia de lo que les ocurre a los chavales de hoy, yo no había gozado de una educación sexual nada completa.
Con semejante preparación, la lectura de los libros de las tapas rosadas eran para mí una especie de universidad en la materia, donde aprendí cositas muy útiles que con el tiempo terminaron por serme de gran provecho. Una vez cayó en mis manos un libro de relatos cuyo título y autora he olvidado por completo (qué cruel es la posteridad) en cuyo primer cuento se explicaba la siguiente historia: una mujer se dispone a fregar el suelo de su casa, para lo cual abre de par en par la ventana del salón. Cuando está a cuatro patas sobre las losetas, con la bayeta en la mano (muy a la antigua usanza), ve entrar revoloteando por la ventabna un pene alado. Semejante anuncio de la primavera le causa tan gran emoción que se lanza a la caza de la criatura, con quien muy pronto entrará en lúdica interacción.
¿Podéis imaginar los efectos que tan imaginativa aventura tuvo sobre la desinformada chiquilla que yo era entonces? Pasé una buena temporada pensando que los penes poseían la capacidad de levantar el vuelo en cualquier momento, y mirando hacia la ventana por si la primavera traía a alguno de ellos a anidar en el alféizar. Menos mal que salí de dudas antes de ver el primer pene de mi vida, o hubiera hecho un ridículo espantoso animándole a hacer aquello que yo sabía que podía hacer.
En fin. De una versión resumida y desapasionada de esta historia, y muchas otras cosas sobre pasión lectora, hemos hablado esta mañana con los alumnos que os decía. Sus risas y su atención han hecho, como siempre, que todo terminara valiendo la pena. Y la visión del Atlántico, con Rota y Chipiona al fondo, que tengo desde la habitación del hotel, compensan el resto.
Seguro que mañana será más fácil que las cosas salgan bien.
En la imagen, tomada hace 15 días, otra aparición primaveral: las flores de los almendros de Can Bruguera, en Mataró, que siempre son las primeras en salir.
11 de febrero de 2008
Tres días antes de San Valentín
8 de febrero de 2008
Casa tomada
La otra tarde me pasó algo raro. Vi caer el sol tras los mismos cristales desde los que, de niña, vi ese espectáculo muchas veces. Estábamos en un salón vacío. «Mira», le dije a D., «en ese rincón comencé, un verano de hastío terrible, mi primera novela». Entonces había rosales en la ventana. Mi madre los arrancó porque el pulgón los devoraba. Comprendí enseguida que el tiempo no ha hecho con mis recuerdos lo mismo que el pulgón con las flores. En cada habitación aparecía un recuerdo concreto, uno solo, como si la memoria convocara a sus mejores espectros para la ocasión. Al entrar la primera habitación junto al salón, el vendedor explicó: «Ésta es una suite muy grande». Y yo vi a mi hermano C. estudiando una de las últimas asignaturas que le faltaba para terminar Medicina. «Aquí hay un pequeño aseo». Y yo reconocí el espejo donde aquella vez lloré por una injusticia doméstica y nimia. «La cocina es enorme», dijo el chico. Miré el fregadero y recordé que cuando mis padres compraron la casa yo debía encaramarme a él para alcanzar los vasos del estante superior. «Esta es la habitación del servicio», dijo él. «Y la de mis últimos juegos infantiles», pensé yo. En el estudio de mi padre había algo de él. Su correspondencia con aquel amigo vasco, su desorden de pintor aficionado. Pero la estancia estaba vacía. Bajo la pila del lavabo seguía mi asombro de aquella vez que descubrí el tesoro que escondía allí mi hermano P. Eran revistas porno, y mi ingenuidad era tan grande que lloré, allí mismo, al descubrir la frondosa maraña en que iba a convertirse mi precioso pubis de entonces.
Lloré al descubrir que iba a transformarme, fue sólo eso. Pero nadie lo entendió.
«Esta es la habitación más grande de la casa», continuaba el vendedor. Y allí estaban las plantas de mi madre, y aquella banqueta donde me sentaba por las mañanas a que me desenredara el pelo. Mi hermano P., a quien no veo desde hace más de 3 años, estaba donde siempre, estudiando junto a la ventana, despistado como solía, siempre soñando horizontes demasiado lejanos. Hasta que llegué a mi cuarto. Paredes blancas y el eco de los pasos. Sólo el armario estaba igual, y abrir sus dos puertas para curiosear en su interior, de color azul, fue como abrir de par en par el pasado. Me di cuenta de que en esa habitación sitúo sin querer a todos los protagonistas juveniles de mis novelas. Por eso la sentía tan rara: era de ellos y no mía. En estos 25 años, mi imaginación la ha colonizado.
Lo más difícil ha sido explicarles a los de la agencia inmobiliaria que no puedo comprar esa casa, por la sencilla razón de que no podría vivir en una casa tomada.
En la imagen, otro escenario de la memoria.
Lloré al descubrir que iba a transformarme, fue sólo eso. Pero nadie lo entendió.
«Esta es la habitación más grande de la casa», continuaba el vendedor. Y allí estaban las plantas de mi madre, y aquella banqueta donde me sentaba por las mañanas a que me desenredara el pelo. Mi hermano P., a quien no veo desde hace más de 3 años, estaba donde siempre, estudiando junto a la ventana, despistado como solía, siempre soñando horizontes demasiado lejanos. Hasta que llegué a mi cuarto. Paredes blancas y el eco de los pasos. Sólo el armario estaba igual, y abrir sus dos puertas para curiosear en su interior, de color azul, fue como abrir de par en par el pasado. Me di cuenta de que en esa habitación sitúo sin querer a todos los protagonistas juveniles de mis novelas. Por eso la sentía tan rara: era de ellos y no mía. En estos 25 años, mi imaginación la ha colonizado.
Lo más difícil ha sido explicarles a los de la agencia inmobiliaria que no puedo comprar esa casa, por la sencilla razón de que no podría vivir en una casa tomada.
En la imagen, otro escenario de la memoria.
7 de febrero de 2008
Intimidades en la ducha
Uno de los mayores placeres de mi día a día es el momento de la ducha. Aunque para que sea perfecto deben darse algunas circunstancias: que no haya nadie más en el baño. Que suene música. Que no tenga prisa. Que toque lavarse el pelo (lo cual ocurre a días alternos). Que tenga a mano todos mis potingues y utensilios y no precise salir de la bañera para coger alguno que se olvidó (es horrible corretear en cueros y encima chorreando). Necesito bastantes cosas para ser feliz en la ducha, lo admito: mi gel (si es ducha larga, toca el exfoliante), mi manopla de crin, mi champú especial, mi suavizante a juego con el champú, el cepillo para aclararme el pelo después del suavizante y, en el colmo de la felicidad, el cepillo de dientes y la pasta. Lo reconozco: soy rarita, me gusta lavarme los dientes en la ducha. Tambièn me depilo ebn la ducha, pero las porquerías las dejamos para otro día.
Las costumbres en la ducha definen la forma de ser de las personas. Yo entro antes de abrir el grifo, jamás antes. Aunque me congele durante veinte segundos, mientras el agua se calienta. Me gusta el agua muy caliente. Pero MUY caliente. Yo no me ducho: yo me hiervo. Me ducho dando la espalda a la pared, nunca al revés. Me gusta permanecer un rato bajo el chorro de agua abundante (y me ponen nerviosa esas duchas de algunos hoteles, donde el agua sale sin presión, como con tristeza. Un elevado porcentaje de mi felicidad duchil depende de la presión del agua), mientras el agua me corre por la cara. Nunca canto. Pero escucho, y si ese momento coincide con una canción que me gusta, me siento aún mejor.
Luego me enjabono. Detesto las esponjas de esponja. Tengo una de esas replegadas, de malla plástica, de color rosa (nunca había reparado en lo difícil que es describir una de esas esponjas). Uso jabón dermatológico con lactosa. Me gusta cómo huele o me gusta precisamente porque no huele. El momento de enjabonarse es delicado, crucial. Hay que meditar bien cuál es el orden correcto, qué miembro hay que enjabonarse primero. Es, de hecho, una de las grandes decisiones del día. Los expertos dicen que lo primero debe ser el cuello, luego los brazos, el cuerpo, las piernas y, al final, el sexo.
Yo lo hago al revés, comenzando por lo que para los sabios debería llegar al final. No tengo ni idea de por qué lo hago, tal vez es una cuestión de prioridades, o un trauma sexual que arrastro desde la infancia (prometo analizarlo, con la ayuda de un profesional si hace falta). Dejo para el final los sobacos. Soy una maniática: varios enjabonados, con sus correspondientes aclarados.
No soy de las que están horas en la ducha. Veinte minutos me parecen un tiempo suficiente. Luego, albornoz mejor que toalla. Y crema. Y desodorante. Y colonia. Y ropa limpia (qué gusto). Y al sofá con un buen libro. He aquí mi idea de la felicidad completa.
De las duchas para dos, que también practico, hablaremos otro día, porque siguen otra lógica.
Este tema de hoy obedece, navegantes del silencio, a vuestro interés por los asuntos domésticos, que quedó demostrado en la entrada del Mercadona. Mojaos (nunca mejor dicho): ¿Cómo os ducháis? ¿Qué parte del cuerpo enjabonáis primero? ¿Alguna preferencia estrafalaria? ¿Sugerís algún otro tema doméstico y marujil?
Y ahora, con vuestro permiso, os dejo. Voy a darme una ducha.
Título de la imagen de hoy: Todo tiene su final, aunque por desgracia no siempre está tan claro.
Las costumbres en la ducha definen la forma de ser de las personas. Yo entro antes de abrir el grifo, jamás antes. Aunque me congele durante veinte segundos, mientras el agua se calienta. Me gusta el agua muy caliente. Pero MUY caliente. Yo no me ducho: yo me hiervo. Me ducho dando la espalda a la pared, nunca al revés. Me gusta permanecer un rato bajo el chorro de agua abundante (y me ponen nerviosa esas duchas de algunos hoteles, donde el agua sale sin presión, como con tristeza. Un elevado porcentaje de mi felicidad duchil depende de la presión del agua), mientras el agua me corre por la cara. Nunca canto. Pero escucho, y si ese momento coincide con una canción que me gusta, me siento aún mejor.
Luego me enjabono. Detesto las esponjas de esponja. Tengo una de esas replegadas, de malla plástica, de color rosa (nunca había reparado en lo difícil que es describir una de esas esponjas). Uso jabón dermatológico con lactosa. Me gusta cómo huele o me gusta precisamente porque no huele. El momento de enjabonarse es delicado, crucial. Hay que meditar bien cuál es el orden correcto, qué miembro hay que enjabonarse primero. Es, de hecho, una de las grandes decisiones del día. Los expertos dicen que lo primero debe ser el cuello, luego los brazos, el cuerpo, las piernas y, al final, el sexo.
Yo lo hago al revés, comenzando por lo que para los sabios debería llegar al final. No tengo ni idea de por qué lo hago, tal vez es una cuestión de prioridades, o un trauma sexual que arrastro desde la infancia (prometo analizarlo, con la ayuda de un profesional si hace falta). Dejo para el final los sobacos. Soy una maniática: varios enjabonados, con sus correspondientes aclarados.
No soy de las que están horas en la ducha. Veinte minutos me parecen un tiempo suficiente. Luego, albornoz mejor que toalla. Y crema. Y desodorante. Y colonia. Y ropa limpia (qué gusto). Y al sofá con un buen libro. He aquí mi idea de la felicidad completa.
De las duchas para dos, que también practico, hablaremos otro día, porque siguen otra lógica.
Este tema de hoy obedece, navegantes del silencio, a vuestro interés por los asuntos domésticos, que quedó demostrado en la entrada del Mercadona. Mojaos (nunca mejor dicho): ¿Cómo os ducháis? ¿Qué parte del cuerpo enjabonáis primero? ¿Alguna preferencia estrafalaria? ¿Sugerís algún otro tema doméstico y marujil?
Y ahora, con vuestro permiso, os dejo. Voy a darme una ducha.
Título de la imagen de hoy: Todo tiene su final, aunque por desgracia no siempre está tan claro.
6 de febrero de 2008
Biblioteca Breve: la crónica anual
Esto del Premio Biblioteca Breve es como si Seix Barral, una vez al año, tuviera la amabilidad de reunirnos a los amigos para que nos veamos y nos pongamos al día. Este año la convocatoria era en el MACBA —un lugar muy apropiado para mirar y poco para escuchar, como quedó claro después del parlamento de Elena Ramírez, editora de Seix Barral, que nadie logró oír— y se celebraban los 50 años del premio. 50 años con trampa, todo hay que decirlo, como se desprende del hecho de que en 50 años haya sólo 22 premiados. El Biblioteca Breve se otorgó por vez pimera en 1958 a la novela Las afueras, de Luis Goytisolo. Siguió otrogándose hasta 1972 —cuando lo ganó J. Leyva— y "resucitó" en 1999, con Jorge Volpi y su En busca de Klingsor . Desde entonces lo han ganado (por este orden): Gonzalo Garcés, Juana Salabert, Mario Mendoza, Juan Bonilla, Mauricio Electorat, Elvira Lindo, Luisa Castro, Juan Manuel de Prada y Gioconda Belli, la escritora nicaragüense que ayer se alzó con el galardón en esta convocatoria del medio siglo con su novela El infinito en la palma de la mano (para los impacientes, copio resumen argumental facilitado por los organizadores: «sorprendente novela que nos presenta al primer hombre y la primera mujer descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas». Juraría que hay algún error sintáctico en ese resumen, pero yo sólo copio. Agrego que nunca nada de lo que he leído de Belli me ha gustado, ni siquiera Waslala, pero habrá que darle crédito porque no se debe prejuzgar sin conocer (extendido error) y porque la gente aprende. Incluso los escritores. Y cierro el paréntesis, que me estoy desmadrando).
Durante la comida, por cierto, hubo quien se quejó del carácter demasiado latinoamericano del premio. «Habría que apoyar a los autores de aquí», decía, como si los «de allá» no merecieran apoyo. Para los curiosos: estadísticamente, el Biblioteca Breve de la resucitación apoya a partes iguales «a los de aquí» y a «los de allá»: 5 latinoamericanos y 5 españoles. Y es casi igual de paritario en lo que a sexos se refiere: de los 10 ganadores de los últimos tiempos, 4 son mujers y 6 hombres. Lo cual significaría, si hacemos caso a las pronósticos, que el año que viene tocaría mujer, aunque no sabemos si española o latinoamericana porque ambas podrían ser. ¿Lo ideal sería una canaria?
Por lo demás, entre las blancas y luminosas estancias del MACBA se dieron cita ayer los mismos de siempre, más o menos, con alguna que otra incorporación. Allí estaba Hipólito G. Navarro, con su secreto a cuestas, recién llegado de Pekín y a punto de estrenar antología en Páginas de Espuma. También Guillermo Bustil, encorbatado como impone su cargo (ya se sabe: los hombres importantes llevan corbata). Y Juan Manuel de Prada, a quien le han salido canas en la perilla juraría que desde la última vez que le vi (y no hace tanto, fue en julio, claro que entonces estaba oscuro y yo iba un poco alegre). Marta Rivera de la Cruz parecía tener frío, pero igual era el susto que le habían dado al coger el avión. Juan Marsé parecía haber pactado con el diablo. Mercedes Abad presumía de sobrina lista (Mercedes: te fuiste sin darme su teléfono para mi hijo). Joan Barril hablaba de su tercer viaje a Namibia y Eva Piquer tomaba notas y le pedía al fotógrafo que la acompañaba que nos retratara «en vertical». Félix Romeo parecía tener prisa (¿o es diligencia, conociéndole?). Eduardo Mendoza iba en compañía de su amiga Rosa Novell y José Manuel Caballero Bonald también iba en pareja, de lo cual se desprende que hay que tener más de 65 para asistir a estas cosas con el legítimo o la legítima. El momento estelar lo protagonizó Juan Gabriel Vasquez cuando le dijo a Álvaro Colomer que el cierre del Opencor de su calle ha sido el mayor drama de su vida, junto con la muerte de Malcom Lowry. Se entiende (porque Juan Gabriel lo explicó): es papá de gemelos, y en ese simpático lugar se abastecía de papillas y pañales. Estaba yo pensando que los niños estropean mucho las conversaciones cuando llegó Rosa Montero y se lanzó al cuello del papá confeso al grito de: «¡El escritor más guapo de la literatura colombiana» (particular en el que, sin quitarle toda la razón a Montero, discrepo levemente).
Y en fin. Que se comió, se bebió y se departió. A las cinco todo el mundo levantó el campo: las agentes, a sus reuniones. Los editores, a sus presentaciones («hay que hacer girar la rueda para que no se detenga», dijo Esther Pujol, de Columna), la delegación andaluza, al aeropuerto, junto con la madrileña. Y la premiada, a hacer la digestión del día de hoy, que será de los grandes de su vida.
De camino a casa, leí algunas de las impresiones sobre el premio que se recogen en el librito Premio Biblioteca Breve (1958-2008). Un buen comienzo, que nos han regalado a todos los asistentes. Luisa Castro no puede ser más lacónica: «Me vestí como para una fiesta. Ese día creí en la Literatura». Elvira Lindo lamenta haber pronunciado un discurso demasiado emotivo en un texto cargado de emotividad: «Creo que es de las veces en mi vida que he estado más descolocada. El diseño de los mandos del hotel se me hizo casi imposible de controlar y cuando quería dar la luz del baño se me encendía la televisión. Pero ese desarraigo se vio siempre compensado por el cariño de mis editores. No sé si me sentía como una niña o como una vieja, lo cierto es que padecí algo de desequilibrio emocional esos días». Pero para emotividad a de Juan Manuel de Prada en su sorprendente texto, al hilo de la escritura de El séptimo velo: «Yo vivía una pesadilla que me había convertido en la sombra de un hombre; pero cuando me encerraba en mi cuarto a escribir esa sombra muda se ponía a cantar, en contra incluso de mi voluntad, como si por efecto del dolor se produjera en mí una transferencia o desdoblamiento. (...) De modo que el Premio Biblioteca Breve me confirmó que somos hombres sucesivos, que de los restos del hombre antiguo nace uno nuevo; y que el arte, que se alimenta de nuestro dolor, es capaz de emanciparse de él».
La imagen de hoy es la cubierta del mencionado regalito.
Prometo ser más breve mañana, navegantes.
Durante la comida, por cierto, hubo quien se quejó del carácter demasiado latinoamericano del premio. «Habría que apoyar a los autores de aquí», decía, como si los «de allá» no merecieran apoyo. Para los curiosos: estadísticamente, el Biblioteca Breve de la resucitación apoya a partes iguales «a los de aquí» y a «los de allá»: 5 latinoamericanos y 5 españoles. Y es casi igual de paritario en lo que a sexos se refiere: de los 10 ganadores de los últimos tiempos, 4 son mujers y 6 hombres. Lo cual significaría, si hacemos caso a las pronósticos, que el año que viene tocaría mujer, aunque no sabemos si española o latinoamericana porque ambas podrían ser. ¿Lo ideal sería una canaria?
Por lo demás, entre las blancas y luminosas estancias del MACBA se dieron cita ayer los mismos de siempre, más o menos, con alguna que otra incorporación. Allí estaba Hipólito G. Navarro, con su secreto a cuestas, recién llegado de Pekín y a punto de estrenar antología en Páginas de Espuma. También Guillermo Bustil, encorbatado como impone su cargo (ya se sabe: los hombres importantes llevan corbata). Y Juan Manuel de Prada, a quien le han salido canas en la perilla juraría que desde la última vez que le vi (y no hace tanto, fue en julio, claro que entonces estaba oscuro y yo iba un poco alegre). Marta Rivera de la Cruz parecía tener frío, pero igual era el susto que le habían dado al coger el avión. Juan Marsé parecía haber pactado con el diablo. Mercedes Abad presumía de sobrina lista (Mercedes: te fuiste sin darme su teléfono para mi hijo). Joan Barril hablaba de su tercer viaje a Namibia y Eva Piquer tomaba notas y le pedía al fotógrafo que la acompañaba que nos retratara «en vertical». Félix Romeo parecía tener prisa (¿o es diligencia, conociéndole?). Eduardo Mendoza iba en compañía de su amiga Rosa Novell y José Manuel Caballero Bonald también iba en pareja, de lo cual se desprende que hay que tener más de 65 para asistir a estas cosas con el legítimo o la legítima. El momento estelar lo protagonizó Juan Gabriel Vasquez cuando le dijo a Álvaro Colomer que el cierre del Opencor de su calle ha sido el mayor drama de su vida, junto con la muerte de Malcom Lowry. Se entiende (porque Juan Gabriel lo explicó): es papá de gemelos, y en ese simpático lugar se abastecía de papillas y pañales. Estaba yo pensando que los niños estropean mucho las conversaciones cuando llegó Rosa Montero y se lanzó al cuello del papá confeso al grito de: «¡El escritor más guapo de la literatura colombiana» (particular en el que, sin quitarle toda la razón a Montero, discrepo levemente).
Y en fin. Que se comió, se bebió y se departió. A las cinco todo el mundo levantó el campo: las agentes, a sus reuniones. Los editores, a sus presentaciones («hay que hacer girar la rueda para que no se detenga», dijo Esther Pujol, de Columna), la delegación andaluza, al aeropuerto, junto con la madrileña. Y la premiada, a hacer la digestión del día de hoy, que será de los grandes de su vida.
De camino a casa, leí algunas de las impresiones sobre el premio que se recogen en el librito Premio Biblioteca Breve (1958-2008). Un buen comienzo, que nos han regalado a todos los asistentes. Luisa Castro no puede ser más lacónica: «Me vestí como para una fiesta. Ese día creí en la Literatura». Elvira Lindo lamenta haber pronunciado un discurso demasiado emotivo en un texto cargado de emotividad: «Creo que es de las veces en mi vida que he estado más descolocada. El diseño de los mandos del hotel se me hizo casi imposible de controlar y cuando quería dar la luz del baño se me encendía la televisión. Pero ese desarraigo se vio siempre compensado por el cariño de mis editores. No sé si me sentía como una niña o como una vieja, lo cierto es que padecí algo de desequilibrio emocional esos días». Pero para emotividad a de Juan Manuel de Prada en su sorprendente texto, al hilo de la escritura de El séptimo velo: «Yo vivía una pesadilla que me había convertido en la sombra de un hombre; pero cuando me encerraba en mi cuarto a escribir esa sombra muda se ponía a cantar, en contra incluso de mi voluntad, como si por efecto del dolor se produjera en mí una transferencia o desdoblamiento. (...) De modo que el Premio Biblioteca Breve me confirmó que somos hombres sucesivos, que de los restos del hombre antiguo nace uno nuevo; y que el arte, que se alimenta de nuestro dolor, es capaz de emanciparse de él».
La imagen de hoy es la cubierta del mencionado regalito.
Prometo ser más breve mañana, navegantes.
5 de febrero de 2008
Distorsión
Hay noches frías como esta en que me apetece calzarme los zapatos de niña mala y salir a aullarle a la luna (o a escuchar como aúllan los demás).
Sin embargo, las circunstancias mandan: en lugar de una cita licántropa, esta noche tengo velada literaria (y tumultuosa). Dejaré el hambre feroz para mejor ocasión. Esta noche toca ir de modosita que cita a Borges y lee Nocilla Dream.
Es terrible que todos crean que soy como parezco.
Sin embargo, las circunstancias mandan: en lugar de una cita licántropa, esta noche tengo velada literaria (y tumultuosa). Dejaré el hambre feroz para mejor ocasión. Esta noche toca ir de modosita que cita a Borges y lee Nocilla Dream.
Es terrible que todos crean que soy como parezco.
4 de febrero de 2008
Tradición y espectáculo
El domingo pasado llevé a mis dos hijos mayores a la representación de Els Pastorets, en la Sala Cabañes de Mataró. También llevé a mi amor verdadero, el madrileño con quien comparto vida, niños y otros quehaceres, que no acababa de entender a qué venía tanto alboroto por una representación navideña con un mes de retraso que él esperaba cutre y folclórica. Seguramente le asustaron mis explicaciones: El Pastorets es una de las pocas reminiscencias que queda en nuestro país de teatro medieval, junto con algunos Autos de Reyes Magos y el famoso Misterio de Elche. El texto de la versión que se representa en Mataró desde 1916 es L'Estel de Natzaret, de Ramón Pàmies, y está escrito en un catalán florido y hermoso que se hace arduo incluso para los catalanoparlantes de toda la vida (y espanta a todos los demás). El libreto es original, de un músico de la ciudad llamado Enric Torra, del cual son especialmente valiosas las piezas que conforman el prólogo de la obra, y en el que diversos números de baile representan las tradiciones paganas. La representación dura 3 horas y media (y eso ahora, después de un recorte reciente), y cuenta el triunfo de la luz sobre las tinieblas que representó para los primeros cristianos la llegada del Mesías. La luz es aquí Miguel, el mensajero divino, representado en la obra por una moza muy pizpireta que se pasa el rato agobiando a Satanás. Y Satanás, que da mucho miedo a los niños, acaba muriendo irremediablemente en la apoteosis final. La cosa es entrañable pero con calidad, y ofrece mucho y variado espectáculo: ángeles que aparecen y desaparecen, demonios que les andan a la zaga, orquesta y canciones en directo (muchas de ellas interpretadas por un numeroso coro), animales en escena, bailes, efectos especiales, una pareja de cómicos que hace que los niños se desternillen (y los mayores también). Mis hijos se lo pasaron bomba, del mismo modo que yo lo hacía de pequeña y mi madre lo había hecho en su momento. Els Pastorets son una tradición, además de un bien declarado patrimonio histórico artístico de la ciudad, por su singularidad y por su enorme valía artística. Mi amor verdadero aguantó también toda la representación, gratamente sorprendido, y al final sólo hubo que entretenerse en consolar a Elia, que lloraba a mares porque se había muerto el demonio. Ay, eso le pasa por ser hija de una apóstata, pobrecita.
La imagen es de las representaciones de este año, que terminaron ayer: un momento de "El ball de les pedretes", tomada de "El bloc de notes d'en Toni", de Toni Blanch, que este año ha sido el director del asunto.
La imagen es de las representaciones de este año, que terminaron ayer: un momento de "El ball de les pedretes", tomada de "El bloc de notes d'en Toni", de Toni Blanch, que este año ha sido el director del asunto.
1 de febrero de 2008
Roque Dalton en Cambrils (Tarragona)
Ayer jueves me regalaron un huracán. En sentido literal, nunca me había pasado (y en el figurado, algunas veces). Era un huracán a escala, guardado en un botecito, hecho con agua, jabón y purpurina, resultado del trabajo en clase de tecnología de los alumnos del IES Mar de la Frau, en Cambrils (tarragona), con motivo de la lectura de mi novela La ruta del huracán.
En esa novela se habla de mi pasión salvadoreña, una de mis más concretas pasiones latinoamericanas, y de algunas de sus derivaciones. Tal vez la más importante sea la obra del poeta Roque Dalton, de la que los alumnos de Cambrils no habían oído hablar jamás (como ocurre a la mayoría de los lectores, incluso los más duchos). Después de la lectura, Isabel -su profesora- les llevó a las palabras de Dalton, que hicieron suyas como muestran los videos que, en exclusiva, os sirvo. Qué maravilla que la literatura pueda lograr tal acercamiento.
http://www.youtube.com/watch?v=u_zwL4OLbW8
http://www.youtube.com/watch?v=Gk1bY_0v3m4&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=vG6A4923PgY
En esa novela se habla de mi pasión salvadoreña, una de mis más concretas pasiones latinoamericanas, y de algunas de sus derivaciones. Tal vez la más importante sea la obra del poeta Roque Dalton, de la que los alumnos de Cambrils no habían oído hablar jamás (como ocurre a la mayoría de los lectores, incluso los más duchos). Después de la lectura, Isabel -su profesora- les llevó a las palabras de Dalton, que hicieron suyas como muestran los videos que, en exclusiva, os sirvo. Qué maravilla que la literatura pueda lograr tal acercamiento.
http://www.youtube.com/watch?v=u_zwL4OLbW8
http://www.youtube.com/watch?v=Gk1bY_0v3m4&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=vG6A4923PgY
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