Como lectora, conocí a Francisco González Ledesma, uno de nuestros mejores autores de novela negra, cuando ganó el Premio Planeta con Crónica sentimental en rojo. Aquella teta cortada encima de una mesa caló hondo en la sensibilidad de la adolescente de 14 años que yo era entonces. Desde ese momento, nunca he dejado de leerle. Su detective Méndez y la recreación de la Barcelona menos orgullosa de serlo me fascinó desde aquel comienzo como sigue fascinándome ahora. Al autor le conocí en persona en sus últimos años en La Vanguardia. Recuerdo particularmente una tarde en que gracias a él y a su recomendación se abrieron para mí los armarios más inaccesibles de la hemeroteca del rotativo -una de las mejores de Barcelona- que hasta cinco minutos antes el antipático guardián con traje oscuro no me dejaba alcanzar. Yo estaba entonces trabajando en la documentación de El tango del perdedor, mi primera novela, y era también la presidenta de la Asociación de Jóvenes Escritores. Con esta segunda excusa me había acercado apenas unas semanas antes a González Ledesma, en quien encontré a un hombre afable, cariñoso, que aceptó colaborar en nuestra revista con la amabilidad que en él es habitual.
Ahora, González Ledesma, a punto de cumplir 80 años (os prometo que si me hubiérais preguntado no le habría echado más de 65) publica sus memorias. Se titulan Historia de mis calles, y son una estupenda crónica de su periplo tanto personal como literario. Las leo con gusto, como todo lo suyo, pero lo que justifica este comentario no es esa obviedad, sino un episodio de esas memorias que me ha llenado de emoción. Cuenta González Ledesma que hizo las milicias universitarias en Ronda en el año 1949. Justo el mismo año en que mi padre, Antonio Santos, las hacía en el mismo lugar. Sonreía al leer que los andaluces, entre los que estaba mi padre (claro) y también mi tío, eran un poco desastrados en Ronda. Recordaba lo que siempre contó mi padre de las letrinas del campamento, un lugar infecto que, como bien dice González Ledesma, te permitían ver cagar a los que serían los grandes hombres de pocos años después. En sus memorias, el autor no habla de mi padre. Sin embargo, habla de Felipe Garrido, diciendo que con los años llegó a ser uno de los directores de Paradores Nacionales. En efecto. Garrido era íntimo de mi padre. Se conocían, claro, de las milicias universitarias en Ronda. Esa amistad fue la secreta razón por la que parte de mi infancia y adolescencia transcurriera en Paradores Nacionales. Felipe Garrido murió poco después que mi padre. De él guardo un recuerdo entrañable y curioso. Una vez, en su casa de Barcelona -tenía varios pisos en diversas ciudades de España-, enterado ya de mi temprana vocación literaria, me regaló la primera máquina de escribir eléctrica que he tenido. Era un cacharro impresionante, grande como una máquina de millón, con la que escribí algunos de mis primeros cuentos. La seguí utilizando hasta que un mal día se le rompió la A. Ante tamaña mutilación, tuve que prescindir de ella. Aunque no me atreví a tirarla. Debe de estar aún en alguno de esos armarios enormes de casa de mi madre.
He llamado a González Ledesma antes de escribir esta nota. Quería contarle las extrañas emociones que me ha despertado la lectura de esa parte de sus memorias. Me ha gustado volver a oírle. Hacía tiempo que no hablábamos. «Gracias por tu cariño», me ha dicho, poco antes de colgar.
Pocas cosas son tan fáciles como querer a determinadas personas, añado ahora.
4 comentarios:
Hermosísimo texto. Dan ganas inmediatas de leeros a los dos, a González Ledesma y a ti.
Bonita historia.
Javier A.
Estoy de acuerdo con ellos...
Gracias, preciosos. Habrá más, pronto.
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