31 de enero de 2006

Hamburguesas y Moët & Chandon


En el Altaria Lleida-Barcelona coincido con mi admirado colega Emili Teixidor, de quien siempre aprendo algo. Ambos hemos ido hasta Lérida a lo mismo: a hablar de nuestros libros ante alumnos de secundaria. En el andén, antes de subir al Coche 1, me dice:
La necesidad de ficción es inherente al ser humano, lo mismo que la necesidad de alimentarse. El hambre la quita cualquier cosa, pero no todo el mundo puede ser sibarita. Una hamburguesa llena el estómago; un Moët & Chandon hay que saber degustarlo.
No cita ejemplos literarios. Me fijo en lo que va leyendo. Los Diarios de Gombrowicz y La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq. Desde luego, no son hamburguesas. Tampoco la literatura de Emili lo es.

30 de enero de 2006

Monstruos por los pasillos


Este bicho ha aparecido esta mañana, de pronto, en el pasillo de nuestra casa. A Adrián no le parece mal, incluso creo que le ha invitado a venir. Lo único que tiene de bueno, si atendemos al tiempo de perros que está haciendo, es el nombre.
Amigos, amigas, aquí os presentamos a Sol, el monstruo correpasillos de los lunes por la mañana.

29 de enero de 2006

Qué bonito tema para un domingo frío y lluvioso


Poca gente conoce el romance -tal vez más sexual que afectivo- que vivieron Emilia Pardo Bazón y Benito Pérez Galdós. La correspondencia entre la muy apasionada gallega y el más bien tibio, o prudente, canario (Galdós había nacido en Las Palmas, un dato a menudo olvidado, o desconocido) es sensacional. Los términos en que ella se dirigía a él son de lo más jugoso. No dudaba en asignarle todo tipo de apelativos cariñosos, como minino, miquito, monigote o cielito mío o en mandarle carantoñas tan poco ortodoxas como un mordisquito en el bigote. Y mucho más. Desde luego, doña Emilia no parecía contentarse con poco.
Ratonciño: tu rata ya está aquí, le dice al encabezar una misiva. O en la despedida:
En cuantito que te vea, te como.
También le escribía párrafos que harian sonrojar a cualquier alma sensible (al mismo Galdós, me imagino, si los espíritus pudiean asomarse a los blogs):
Te muerdo un carrillito y te doy muchos besos por ahí, en la frente, en el pelo y en la boca. Gracias por tus bondades todas, y no me destierres al fin de ese corazón mío.
En fin. En definitiva, siempre terminamos en la cursilería. Lo cursi-escatológico, podría titularse esta entrada y varias otras de este blog. Abrigaos, amigos, amigas. Buscad el calor allí donde esté.

28 de enero de 2006

Pasarse al enemigo (y 2)


Quiero reivindicar la indignación. Los colegas críticos con quienes algo comparto le hincan el diente a los premios Nadal, se despachan a gusto con el Planeta, tratan con Faulkner, con Nabokov o le buscan las muelas cariadas a Wislawa Szymborska o a cualquiera que se ponga por delante. Yo, aunque de vez en cuando me permito tales caprichos —casi siempre fuera de mi suplemento— soy como una abeja obrera de la crítica literaria, la que hace el trabajo sucio: en la actualidad, leo a todos los aspirantes, aprendices, advenedizos, descubridores de América e inventores de la pólvora que han publicado algo en cualquier parte, ya sea un sello del grupo Planeta, el más selecto editor independiente o la diputación de Albacete. Dedico gran parte de mi tiempo a descartar aspirantes a escritor por la sencilla razón de que todos no caben en la columna semanal de que, con suerte, dispongo. Les concedo cuarenta páginas para que me convenzan que debo escribir sobre ellos, que debo perder mi tiempo —o enriquecerlo— en terminar su novela o su libro de relatos. Pocos me convencen. Cuando lo hacen, es un verdadero regalo: el placer de llegar la primera, de descubrir. Sobra aclarar que tal felicidad se da muy pocas veces. El resto sólo logra indignarme. Me indignan los bastardos de Cela y de Umbral que crecen por ahí como zarzas en el campo —lo dice Roberto Bolaño—; no soporto a los militantes de cualquier causa, a los que se empeñan en contar su enfermedad, o los cuernos que pusieron o sufrieron; a las chicas pasmadas que escriben sobre chicas que menstruan mientras se espejan en generaciones pasadas y futuras de chicas tan pasmadas y menstruantes como ellas. Me indigna el estilo plano, como de manual de español para extranjeros, que descubro en demasiadas ocasiones. Me indigna la falta de cultura literaria que algunos creen poder suplir yendo al cine. Me indigna el famosillo o famosilla de turno metido a novelista, como si meterse a novelista fuera algo que se hace en el tiempo libre. Me indigna que quien no tenga nada que decir se empeñe en decir algo y siempre exista un editor dispuesto a publicarlo. Me indignan los falsos experimentos que no dicen nada, los supuestos inventores de lenguaje, los posmodernos. Me indignan los que creen que escribir bien es encadenar subordinadas y adjetivos y más subordinadas y más adjetivos en un ejercicio de campanudez sin precedentes (pero con seguidores). Me indignan las erratas, las contracubiertas cargadas de adjetivos que dejaron ahí con impudor los propios autores y las fichas biográficas repletas de datos innecesarios o ramplones —¡si yo les contara lo que ponen algunos en las solapas...!— y, por último, pese a que no suceda muy a menudo, me indigna que de vez en cuando me inviten a tener en cuenta la edad del autor, su condición de pobrecito inexperto o de amigo de éste o aquél con tal de aligerar la maldad de mis comentarios (cuando mis comentarios, ya lo habrán adivinado, son más comedidos que malvados). La última vez que esto pasó (y repito que pasa poco) la autora —la novela era malísima y la publicaba un importante sello comercial— tenía 32 años. Que a veces tienda a pensar demasiado en lo difícil que es freír un huevo no significa que no esté firmemente convencida de que 32 años son suficientes para haber aprendido a hacerlo con cierta solvencia. Podrán comprender que esta ristra de indignaciones son las del crítico que ya lleva catorce años leyendo por obligación. Esto que yo hago, lo pienso cada vez más, se parece mucho a la prostitución. Yo acabo leyendo a cualquiera la mayoría de las veces. Al primero que se me pone —o me ponen— por delante. Y lo hago por dinero, claro, porque si no, la mayoría de las veces, no lo haría. Sólo me queda añadir que con tanto motivo de indignación y tanta manía, la parte de mí que se declara sobre todas las cosas escritora no lo tiene nada fácil cuando se propone freír su huevo. El primero, por cierto, lo freí con 25 años y me salió bastante mal. Y, como debía suceder, no faltaron críticos apresurados, más jóvenes que yo y también más inexpertos, que se encargaron de decírmelo con las palabras más brutales de que fueron capaces. Y que más tarde —esa satisfacción sí la tuve— me pidieron disculpas retroactivas porque acababan de publicar su primera novela y les interesaba mucho limar asperezas. Ay, amigos, amigas, qué hermoso es el arrepentimiento.

27 de enero de 2006

Pasarse al enemigo (1)


"Un crítico es un poco como un soldado que dispara contra su regimiento, o que se pasa a su enemigo, el público" (Jules Renard)

Llegué al ejercicio de la crítica desde el periodismo y al periodismo desde la pasión por la escritura, y en ambos casos demasiado joven para saber lo que me estaba sucediendo ni comprender su verdadero alcance. Fui, en mis inicios hace 15 años un claro exponente de aquello que dijo Ricardo Senabre: «Hay demasiados críticos improvisados, formados a toda prisa y también abrumados por la urgencia de su tarea». No me duelen prendas al reconocer que, en mis inicios a los 20 años, yo fui una de esos críticos improvisados. No tenía el bagaje lector imprescindible para poder enfrentarme a la obra ajena con un mínimo de rigor, del mismo modo que puedo asegurar que suplía tanta inexperiencia y tanto temor a ponerme en evidencia —porque quienes escribimos cada semana para publicar estamos todo el tiempo poniéndonos en evidencia— con un exceso de celo y una infinita toma de molestias. Fue entonces, ya metida en la enorme piel de crítico que me dejé echar encima, cuando por sentido de la responsabilidad y del ridículo empecé a leer de verdad a los contemporáneos y a los que no lo eran tanto. La tarea de los clásicos, por fortuna, la traía hecha. Leyendo y esforzándome mucho más de lo que los directores de las revistas y periódicos para los que trabajaba podían sospechar me convertí en lo que soy ahora: una falsaria, creíble pero con limitaciones, que escribe crítica literaria en los papeles.
Alguien se preguntaba no hace mucho en el suplemento para el que trabajo si los jueces de la guía Michelin deben saber cómo se fríe un huevo. Exactamente ese, me digo, es mi problema cuando hago crítica: estoy demasiado preocupada en cómo se fríe el huevo para ser capaz de valorar si está en su punto, si cruje como debería o si la yema está líquida o cocida. En otras palabras: lo que a mí me va, lo que yo soy en realidad, es quien fríe el huevo. Lo otro, lo hago con mayor o menor solvencia, con toda la seriedad y serenidad de que soy capaz, pero eso es todo.
A menudo, lo he dicho muchas veces, me siento cuando hago crítica pasada al bando del enemigo. Circunstancia que se agrava con el hecho de estar especializada en un tipo de libros: los debús narrativos de autores que escriben en español. Y cuando amplío el cerco, en contadas ocasiones, me enfrento a los papás, los abuelos y hasta los molestos bisabuelos de mis queridos debutantes. Es decir, que casi todos, salvo rarezas, son autores vivos con quienes en cualquier momento puedo tropezar en una mesa redonda, en la entrega de un premio literario o hasta en el despacho de un editor. Una circunstancia molesta, ésta de ser juez y parte, evaluadora y colega, que intento sobrellevar con lo único que se tiene al alcance en estos casos: profesionalidad y la toma infinita de molestias que, según dijo Sherlock Holmes, es propia del genio. O del ingenio, añado.
Me consuela pensar que muchos ven con buenos ojos que el crítico sea también creador, valorando como positivo lo que yo acabo de denostar. No soy la única escritora en ejercicio en el bando enemigo, desde luego. No soy la única que ejerce la crítica a la vez que se somete de vez en cuando a ella. Sin embargo, sí soy uno de los críticos más imprudentes o más idiotas que conozco. La mayoría de mis colegas escritores metidos a críticos suelen escribir sobre libros de autores extranjeros, muertos o ambas cosas a la vez, lo cual les pone a salvo de ajustes de cuentas o desbarajustes en el patio de vecinos de la Galaxia Gutemberg. No es mi caso. A mí me siguen llegando cartas incendiarias y sigo sufriendo de vez en cuando las venganzas a escala de aquellos a quienes alguna vez afeé alguna novela. En fin. No es que me importe demasiado. Cuando un autor me envía unas letras en las que me llama gilipollas por no haber valorado/entendido su obra, yo le contesto de inmediato y le adjunto alguno de mis libros, acompañado de una nota en la que le invito al ojo por ojo. Hasta hoy, no he tenido noticia de que ninguno de ellos haya publicado por ahí un artículo que me descabece, lo cual prueba, entre otras cosas, que son mejores personas que yo.

26 de enero de 2006

Dolor por el regreso


Tengo ganas de viajar. De vez en cuando me ocurre: deseos de escapar, necesidad atávica de emigrar, no sé, llamémosle como sea. El caso es que la casa se me cae encima. Estaría mejor ir a Japón, a la Patagonia o a Islandia, pero llegado el caso me conformo con algunos pueblos de las provincias de Sevilla y Córdoba, que es por donde andaré en apenas 15 días.

Una vez estás fuera de casa, sobreviene la nostalgia, ese sentimiento extraño que para los griegos significaba dolor por el regreso.
La escritora mexicana Rosario Castellanos —un día le dedicaré una entrada— lo dejó escrito en uno de los cuentos de Los convidados de agosto, cuando un personaje asegura no querer marcharse porque no le gusta regresar. En ciertos tiempos pasados y peores hubiera rubricado esas palabras. Ya no.

La nostalgia adquiere muchas caras a lo largo de la vida. Actualmente, cuando viajo, la nostalgia tiene el rostro de mis hijos y casi en exclusiva (con la única excepción de su padre). De algún modo, todo lo demás va conmigo. Y cuando estoy fuera de casa constanto hasta qué extremo la escritura es mi lugar en el mundo. Y la soledad, el mejor aprendizaje de la literatura. Y un libro, un disco y un cuaderno, los mejores compañeros de viaje.
Secretamente, en esta y otras muchas cosas, le doy la razón al sabio de Joseph Brodsky:
Cuanto más viajamos más complejo se vuelve nuestro sentimiento de nostalgia.

25 de enero de 2006

Lo prohibido, ay


El tema salió ayer en este blog. Recojo las distintas aportaciones.

Relación de lugares prohibidos donde leer:
1. En clase (guardando el libro en otro libro, en el cajón...)
2. En una reunión de trabajo (vendría a ser el equivalente "adulto" del anterior). Lo mejor es el método: se calculan las páginas que se pueden leer según el tiempo de la reunión, se fotocopian y se mezclan con los papeles de trabajo.
3. En una boda / bautizo / comunión, durante la ceremonia.
4. Haciendo guardia, en la mili.
5. En una biblioteca (siempre que se lea lo que no se debe, claro).

Aporto ahora mis lugares prohibidos.
6. Bajo las sábanas, con una linterna. Esta es la estrella de la lista. Si supiérais todo lo que me leí de niña mientras mi padre pensaba que dormía...
7. En misa (sí, sí, fui a un colegio de monjas aburridíiiiiiiisimo). Hay pequeñas variantes: mientras te confiesa el confesor sordo de siempre; o mientras finges cumplir la penitencia impuesta.
8. En la bañera (bueno, es más arriesgado que prohibido, pero conozco gente que hace de ello un arte). Puede ser con o sin atril.
9. De madrugada, a altas horas, en cualquier parte, siempre que al día siguiente tengas que madrugar (hay libros que se resisten a ser cerrados).

¿Y qué me decís de las lecturas prohibidas? Yo disfruté mucho leyendo lo que no debía. Sobre todo, cochinadas. Recuerdo un relato acerca de un pene que entraba volando por la ventana para juguetear con una señora que fregaba el suelo en pelotas... Entre que yo era muy joven y que no debía de ser muy avispada, el cuentecito en cuestión me dejó hecha un lío acerca de algunas cuestines fundamentales de la sexualidad humana (y ya puestos, también de la limpieza doméstica).

Ay, el placer de lo prohibido...

24 de enero de 2006

Ubi? Ubique! (rituales)

Me gusta preguntar a mis amigos dónde prefieren leer, qué tipo de rituales siguen para hacerlo, si tienen un sillón de leer, una lámpara de leer, un rincón favorito.
Hace unos días Eduardo Mendoza decía en un precioso artículo libresco que le gusta leer en la cama (aunque ya no le seduce tanto un libro como para permanecer toda la noche en vela) o de pie. De pie. Igual que escribía Hemingway, según dicen. Yo sólo leo de pie cuando hago cola (y odio ambas cosas: leer y hacer cola). Uno de los lugares donde prefiero leer es en los medios de transporte. Si puede ser, en tren. Cuenta Màrius Serra que él había llegado a subirse a un tren e ir y volver de Valencia sólo por leer un libro deseado. Yo no he llegado a tanto, pero sí se me ha pasado la estación donde debía bajar más de una vez por ir concentrada en la lectura. El avión tampoco me disgusta, sobre todo en viajes no muy largos. Y lo mismo el autobús.
Para la lectura doméstica tengo mi espacio de invierno y de verano. En invierno: rincón de sofá, lámpara especial (7,95 € en Ikea, a veces la felicidad depende de 7,95 €) y mantita. En verano, butacón en la terraza, entre mi limonero y mi jazmín, mirando al mar (no es un bolero, es mi casa) y sin que me dé el sol en las páginas del libro (manía personal: odio el papel blanco blanquísimo).
Aunque, hablando de sol, echo de menos un modo de leer que practiqué mucho de adolescente y de joven. De hecho, lo practiqué hasta que tuve hijos. En la playa. No en cualquiera, en la mía: un pedazo de arena y un pedazo de mar que están en Malgrat, más o menos a 60 quilómetros al norte de Barcelona. Mi pasión: tumbarme al sol a eso de la una de la tarde, con un buen libro (soy, además de buena lectora, un poco lagarta. Lo digo por lo del sol) y leer, leer, leer, hasta que el sol se vaya. A veces, mis amigos me tenían que llamar la atención: no quedaba nadie en la playa, sólo yo, y se acercaban para preguntarme: «¿Qué estás tomando? El sol no, desde luego.» No: tomaba palabras. En esa playa y de ese modo leí gran parte de mi biblioteca.
Por último, un lugar común: la cama después de un día de locos. Subo el cabezal del somier, apago todo lo que suene y me dejo llevar por lo que quiera contarme quien yo he elegido para la ocasión. Por ahora, este es el ritual que más frecuento.

23 de enero de 2006

La estupidez humana


Transcribo el final de un correo electrónico que me envía una colega, amiga y excelente escritora (además de insultantemente joven) después de una cena familiar soporífera de la que le fue imposible escapar:

Tiene razón: todos tenemos un marido de la tía Amparo en la familia y ese tipo de preguntas estúpidas son frecuentes. Lo cual me lleva, en una natural concatenación de ideas, a recordar una frase de Albert Einstein:

Sólo son infinitas dos cosas: el Universo y la estupidez humana.
Y no estoy seguro de lo primero.

22 de enero de 2006

Cocina y literatura

Es feliz entre los fogones, cocinando un arroz o inventando un pastel de chocolate. ¿La gastronomía es tan sugestiva o también forma parte de la identidad cultural?
La cocina es, como la literatura, parte de una tradición. Aunque en este mundo en que las distancias son —para algunos— cada vez más salvables, ya no hay tradiciones puras (afortunadamente) y además lo que ahora se lleva es el sincretismo. Estoy aprendiendo a hacer sushi por lo mismo que he leído últimamente Tokio Blues (estupenda, por cierto). Claro que también le doy a Philiph Roth, a John Berger o a Michel Houllebecq lo mismo que a la quiche lorraine, el taboulé o las hamburguesas tamaño familiar. ¿Sugestiva? Todo lo que se quiera. No hay tanta diferencia entre literatura y cocina. Ambas se deben al talento y a un innegable aprendizaje. Lo demás es imaginación.

(De una entrevista reciente)

21 de enero de 2006

Advertencia para mortales

En efecto, criaturas ínfimas, os estoy observando. Lo hago a menudo, desde hace siglos, pero vosotros apenas sois capaces de percibir mi presencia como una vago cosquilleo. Habito en todas partes, también en este blog (de hecho, éste es un lugar particularmente agradable), adopto mil formas y se me conoce con más de mil apelativos (aunque sólo citaré aquellos que no escaparán a vuestras escasas dotes de entendimiento): el devorador de carne humana, el amigo de los niños, el políglota, el guardián de las aguas, el Amo del Fuego, el piromante, el violador, el íncubo, el tentador, el Señor de lo oscuro, el embrollador, el destructor, el Amo de la Discordia, de la Guerra, del Mal... Príncipe de las Tinieblas, Ángel de la Muerte, Estrella de la noche, Dueño de la Sombras, Rey del Averno, Duque del Abismo... y luego están los imaginativos nombres propios (ah, los humanos, qué dados sois a la fantasía), como Satanás, Lucifer, Mefistófeles, Astarot, Asmodeo, Leviatán, Belcebú, Luzbel... Aunque para simplificar las cosas, podéis llamarme Eblus.
Una cosa más, antes de volver a mi lugar en la retaguardia (o a vuestra espalda): podréis nombrarme de mil modos diferentes, pero no podréis verme con la misma facilidad. Y si no, hagamos la prueba: ¿Quién presiente al Maligno en la dulce imagen que acompaña estas palabras?
Hasta la vista, mortales.

20 de enero de 2006

El Señor de los Mil Nombres

Ya he dejado dicho aquí que últimamente paso mucho tiempo con el Diablo. ¡Esta (diabólica) novela me tiene sorbido el seso!

Camilo Castelo Branco, el gran escritor portugués, escribió cosas muy divertidas sobre el objeto de mi obsesión. Aquí va una muestra:

Afirman autores muy insignes que hay seis clases de demonios: ígneos, áureos, acuáticos, subterráneos y lucífugos.
(Dice seis pero en realidad son cinco, ju, la influencia del Maligno, que todo lo ronda)

Ha de saberse que el Demonio tiene caprichos sucios; y en esto, como en muchas otras cosas, parece hombre, excusado sea el lector.

Ambas citas son de un cuento maravilloso titulado ¡Cuánto lo amaba! recogido en la Antología del cuento portugués de Joao de Melo (Alfaguara, 2002), hecha queda la recomendación.
Por cierto, ¿sabíais que una creencia popular rusa afirma que el demonio se infiltra en los libros que encuentra abiertos y permanece en ellos todo el tiempo que desea?
Si no deseáis la compañía del Oscuro, cerrad los libros, amigos y amigas.
Y, para acabar, una frase que me regaló hace pocos días mi amiga (y editora, qué suerte) Alicia Soria. Es de Mark Twain:
El cielo lo prefiero por el clima; el infierno, por la compañía.

19 de enero de 2006

Acuíferos (microcuento)

A madame Bovary le encanta masturbarse en la bañera. Según ella es fácil: retira la alcachofa de la ducha, enfoca el chorro de agua (muy caliente) directo al clítoris y tensa las piernas. El primer orgasmo es fantástico. Mucho mejor que ninguna sensación que pueda proporcionar un hombre (asevera). El segundo es laxo y, a veces, doloroso. A partir del tercero (si la paciencia acompaña) viene lo realmente excepcional. Un dejarse mecer en los brazos de un placer tan absoluto que todo desaparece de su vista. Todo excepto el tapón de la bañera, que debe retirar de vez en cuando para desaguar o terminaría por inundar la casa. La cual, por ende, es de su generoso marido.
Para cada uno de sus ejercicios masturbatorios, madame Bovary precisa entre quinientos y setecientos litros de agua.
Ignora madame Bovary que unos cinco mil quilómetros al sur existe Mery, una mujer de su misma edad, aunque de piel negra más envejecida, que recorre todos los días veinte quilómetros hasta un pozo donde recolecta, casi liba, cinco litros de agua potable que transporta de vuelta, a paso cansino, hasta su casa. Con esos cinco litros Mery cocina, se lava (ella, su marido y los cuatro hijos que sobreviven) y aun les queda algo para beber. El agua tiene una tonalidad anaranjada, pero la beben de todos modos. Ignora, pues, madame Bovary cuánto tiempo viviría Mery y su familia con el agua que ella emplea en una de sus solitarias sesiones.
A su vez, ignora Mery el uso que madame Bovary (y acaso otras como ella) le dan al agua. Y explicárselo resultaría complicado: cómo llega el agua hasta allí, qué se hace para que surja de la pared, qué cosa es la alcachofa de la ducha, cómo es un chorro de agua a presión, qué es y cómo se usa un clítoris.
No. Madame Bovary y Mery acaso sean más felices persistiendo en sus respectivas ignorancias. Y así, todos los demás, que dormiríamos mejor si jamás hubiéramos leído ni escrito estas palabras.

A vueltas con lo cursi

El escritor -y amigo- José Manuel Benítez Ariza habla de cursis y cursilerías en su artículo de esta semana. Podéis leerlo aquí.

18 de enero de 2006

Vecindad


Recibo libros. Todos los días. Los recibo por correo normal, certificado, por mensajero y a veces incluso contrareembolso. Gajes del oficio.
El cartero me conoce. Me avisa por el telefonillo: Traigo paquetes que no entran en el buzón, dice. Normal: Los buzones no están hechos para gente con exceso postal, como yo. El cartero es muy amable. Los carteros que han jalonado las distintas etapas de mi vida de destinataria no siempre lo han sido. Incluso tuve uno que me regañaba si en el mismo día recibía dos paquetes: Dígales que se los manden de uno en uno, me decía. Hasta que se hartó de mí y empezó a dejarme avisos en el buzón sin molestarse en llamar al timbre. Creo que estaba a punto de jubilarse. No se lo tuve en cuenta. Del que tengo ahora, sin embargo, no tengo ninguna queja. Es mi cartero ideal. Llama todos los días al timbre a eso de las once y cuarto. Sin variación, dice: Cartero, sí, gracias. Abro y espero por si trae algo bonito. Unos meses atrás, me avisaba casi cada día y yo bajaba por mis libros, los que no cabían en el buzón. Entonces surgió el vecino avispado y dio al traste con todo. Desde ese día, uno de mis vecinos estaba más pendiente que yo de mi cartero y -lo peor- llegaba antes a los paquetes. Yo vivo en un ático. Mi vecino el avispado debe de vivir mucho más abajo. En el primero. Tal vez en el entresuelo. Lo digo porque solía llegar antes que yo y esfumarse sin dejar rastro. Cuando yo llegaba al buzón, mis libros habían desaparecido. El cartero me juraba que los había dejado allí. Pero no estaban. Mi vecino el chorizo los había incorporado ya a su biblioteca. Nunca fui más rápida que él. Deduje que debía de ser joven. Tal vez uno de esos papás recientes que abundan en mi escalera. Tal vez mi vecino de aparcamiento. En el ascensor miraba con desconfianza a todo el mundo. Hasta que decidí abrir un apartado de correos y redireccionar allí mi correspondencia más preciada. Me cuesta 40 euros anuales. Precisamente antes del 4 de febrero debo renovarlo. Por eso me he acordado de mi vecino chorizo. Los funcionarios de correos me entregan ahora, una vez a la semana, los centenares de libros que recibo. Cada vez que voy a correos salgo como quien va a Ikea. Mi cartero está muy feliz con el cambio. Y a mi me gusta hacer feliz a la gente.
Lo siento, eso sí, por mi vecino, a quien he dejado sin lectura. Desde aquí le pido disculpas, sea quien sea. Menos mal que vivimos cerca de una biblioteca y que, en un caso extremo, siempre puede recurrir a la solución desesperada de entrar en una librería, escoger un libro, aproximarse a la caja y pagarlo. A ver qué pasa.

17 de enero de 2006

Espejos


No leemos a otros:
nos leemos en ellos.
Me parece un milagro
que algún desconocido
pueda verse en mi espejo.

José Emilio Pacheco
Los trabajos del mar

Espejos. Un libro es un espejo, dice Hilario Rodríguez en su magnífica novela sobre la lectura y la pasión por leer Construyendo Babel (Tropismos).
Sí, añado yo, pero casi nunca nos muestra lo que queremos ver.

16 de enero de 2006

11 titular


La gente de la revista Qué Leer ha elegido (en el número correspondiente a este mes de enero) a un supuesto 11 titular de la Literatura para jóvenes de todo el mundo y me ha nombrado ¡central! Es más, dicen que soy «la central ideal» (yo, que no sé distinguir un balón de baloncesto de uno de rugby) y me definen como «prolífica» (eso es verdad) y «fiable» (uy, qué equivocados están estos señoreeees). ¿Mis compañeros de equipo? Cornelia Funke, Philip Pullman, Eoin Colfer, Cristopher Paolini y la inefable J. K. Rowling entre los extranjeros. De los nacionales: Andreu Martín, Fernando Marías, Laura Gallego, Gema Lienas y Rafael Ábalos. El divertido artículo lo firma Milo Krmpotic, que podría ser algo así como el seleccionador. Gracias Milo, intentaré estar a la altura.

Los títulos huérfanos


e un armario rescato uno de mis cuadernos viajeros de hace años. Viajeros porque los acarreo durante un tiempo, mientras aún quedan páginas en blanco y luego, los sustituyo por otros. Los antiguos quedan relegados y sus anotaciones con ellos. Entre sus páginas descubro varios títulos inéditos. Mi manía por los títulos me lleva a anotar aquellos que me parecen buenos, aunque no disponga en ese momento de ningún relato o novela que adjudicarles. A veces escribo una novela para ellos (fue el caso de Aprender a huir, cuyo título me acompañaba desde mucho tiempo atrás), y otras veces quedan huérfanos. Es el caso de estos dos, que hoy os brindo. A ver si alguien los aprovecha o a ver si al empezar a existir en este espacio por fin cambia su suerte.
Los puentes de Berlín
Las hijas del cohetero

El primero lo imaginaba para una novela. El segundo, tal vez para un cuento. Auque está claro que no los imaginé lo suficiente. Ah, también tengo nombres de personajes inéditos. Y de ciudades imaginarias. Y de...

15 de enero de 2006

Cursilerías

El debate sobre lo cursi sigue abierto en la entrada del día 12, Puedo escribir los versos más cursis esta noche. No os lo perdáis.

El caracol de los 4 cuernos


Os presento a Amunt, el Caracol de los 4 cuernos retratado por Adrián Olmedo. Es un bicho que suele pasear por nuestra casa los domingos por la mañana y que no se hace con nadie de más de 4 años.

14 de enero de 2006

Como la vida misma


Como mis vecinos, poco a poco, van sabiendo a qué me dedico —los observadores, los curiosos, porque hay gente imperpeable a todo— cada vez hay más gente que en el trayecto de ascensor me dice aquello de: «Un día, niña, te voy a contar mi vida para que escribas una novela».
Montserrat Roig (cito de memoria) dio una vez una respuesta estupenda a esta frase-lugar común: «No hay bastante mierda en su vida, señora, para que yo escriba sobre ella».
Mis vecinos, compañeros de ascensor, no van tan descaminados: recolecto mis historias cada vez que salgo a la calle. Incluso las fantasiosas (que empiezo a cultivarlas, yo, que también he estado enferma de realismo). Lo que ocurre es que las historias nunca están donde creen sus protagonistas. Y al contrario: én la anécdota que quien te refiere encuentra trivial se esconde a veces una estupenda historia.

Parafraseo a Turguéniev este sábado por la mañana:

Para crear un personaje necesito un hombre de carne y huesos.

Pues eso.

13 de enero de 2006

El invierno de los árboles (5)


Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida meditando y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Son versos de Eugenio Montejo, uno de los mejores poetas vivos de América Latina, que tanto y tan bien conversa con los árboles en todo lo que escribe.

12 de enero de 2006

Puedo escribir los versos más cursis esta noche...


A raíz de la entrada del lunes pasado, 9 de enero, varios de los visitantes de este blog y yo empezamos un debate acerca de lo cursi. Retomo ahora ese debate y os invito a dejar aquí constancia de los versos más cursis que hayáis conocido jamás. Estos son los tres ejemplos sobre, de, o desde lo cursi citados hasta ahora.
Como podréis ver en las citas finales y en la bibliografía aportada, lo cursi goza de cierto predicamento incluso entre los reflexófilos (que son, como todo el mundo sabe, aquellos que aman reflexionar sobre todo).
En fin, divirtámonos vindicando lo invindicable. ¿O acaso no lo es tanto?

1. José Ángel Buesa:
Te digo adiós y acaso te quiero todavía
tal vez no he de olvidarte pero te digo adiós
no sé si me quisiste, no sé si te quería
o tal vez nos quisimos demasiado los dos.
Este cariño absurdo, y apasionado y loco
me lo sembré en el alma para quererte a ti
no sé si te amé mucho, no sé si te amé poco
pero sí sé que nunca volveré a amar así.
Me queda tu onrisa dormida en mi recuerdo
y el corazón me dice que no te olvidaré
pero al quedarme solo, sabiendo que te pierdo,
tal vez empiezo a amarte como jamás te amé.
Te digo adiós y acaso con esta despedida
mi más hermoso sueño muera dentro de mí,
pero te digo adiós para toda la vida
aunque toda la vida siga pensando en ti.

2. Roque Dalton
Yo te dije con toda seriedad
«qué largo camino anduve
para llegar hasta ti»
y tú me dijiste que ya parecía José Ángel Buesa
y entonces me reí francamente
y te dije que los versos eran de Nicolas Guillén
y tú (que recién salías de tu clase de francés)
me contestaste que entonces era Nicolas Guillén
quien se parecía a José Ángel Buesa
yo te dije que te excusaras inmediatamente con Nicolas Guillén y conmigo
y entonces me dijiste
que el verdadero culpable era yo
por llegar al José Ángel Buesa esencial
a través de Nicolás Guillén
entonces yo te dije que la verdadera culpable eras tú
por ser tan puta
y ahí fue que me dijiste perdón
estaba equivocada
no es que te parezcas a José Ángel Buesa
es que eres un José Ángel Buesa.

Entonces yo saqué la pistola...

3. Y, por alusiones... Nicolás Guillén
Qué largo camino anduve
para llegar hasta ti
y qué remota te vi
cuando junto a mí te tuve.
Estrella, celaje, nube,
ave de pluma fugaz
ahora que estoy donde estás
te deshaces, sombra helada
yo no quiero saber nada
yo sólo sé que te vas.


Lo cursi bueno es, frente a lo cursi malo, lo que lo sensitivo a lo sensiblero. Desde lo cursi se puede suspirar mejor por la belleza y la pasión.
Ensayo sobre lo cursi
Ramón Gómez de la Serna

Conversaciones cursis: las atmosféricas, las sanitarias, las de economía doméstica y las íntimas, tales como la confesión del número de callos y declaración de muelas podridas... en general, todo aquello que habla un hombre cuando debería estar callado.


¿Quién no es cursi?, dirá el lector, lleno de desconfianza y temor.
Arte de distinguir a los cursis
Francisco Silvela
¿Aportáis vuestro grano de arena a esta honda cuestión?

11 de enero de 2006

Verdad y mentira


¿Quién fue que, preguntado si escribiría sus memorias, dijo que toda su biografía estaba en sus novelas? Yo lo suscribiría ahora mismo.
Lo cual me lleva a una nueva píldora de Martin Amis (ya llevaba mucho tiempo sin aparecer por aquí):

Todo escritor sabe que la verdad está en la ficción

10 de enero de 2006

Así funciona el mundo (microcuento)



Todas las mujeres hemos fingido alguna vez un orgasmo. Ello es así a causa de la innata predisposición masculina a la credulidad. También de la querencia femenina hacia la ficción. Ambas cosas ayudan a explicar el auge de las historias basadas en hechos reales que suelen ser, por casualidad o no, las de menos calidad literaria. Además, claro está, de los libros-testimonio, de los de autoayuda y de los mal llamados best-seller donde la realidad de la peor calaña y la ficción de la más ínfima calidad se funden y confunden en un magma de palabras infumables. De lo cual se desprende que, para que alcancemos la edad de la poesía, el ensayo, el teatro o el relato corto sólo es necesario que las mujeres, por una vez, seamos sinceras en la cama.

¿Infierno o Paraíso?


De una entrada de Mazarbul, visitante regular de este blog, recojo esta interesante propuesta, que os transmito:
Hay dos tipos de escritores: los que sufren escribiendo y los que no. Hay quienes obtienen un placer inmenso en el acto de escribir. Que lo disfrutan plenamente, en todas sus fases, aunque unas más que otras. Los otros son los que se tienen que enfrentar a la pagina en blanco, los que sufren por cada detalle, grande o pequeño. Es una condena, porque cuando terminen, aunque llenos, vuelven a sentirse vacios, y es otra vez empezar. El suplicio de Tántalo, vamos. No se si habéis leido las cartas de Flaubert a una amiga mientras escribia Madame Bovary. La verdad, que mal lo pasaba. Y vosotros, ¿en que lado de la raya os situáis? ¿Paraíso o infierno?
Personalmente, la fase que más disfruto es la de construcción de la historia. Me fascina inventar situaciones, personajes, complicar las cosas (o no). Una vez me siento a escribir, alterno fases de enorme placer (cuando las cosas salen) con grandes sufrimientos (cuando no). Pero aún y así, prefiero eso a la vida sin escritura.

9 de enero de 2006

José Ángel Buesa


Todos los lectores tenemos pasiones inexplicables. Una de las mías es José Ángel Buesa, un poeta cubano empeñado en ser Bécquer a principios del siglo XX cuya fama traspasó con creces las fronteras de su país natal. No fue original, ni rompedor, ni eso que ahora llaman «un inventor del lenguaje». Buesa no inventó nada y acaso sólo revalidó la cursilería. Naturalmente, yo nada sabía de eso mientras le descubría, en mi primera adolescencia. Ni siquiera sabía que murió mientras yo le leía con tanto entusiasmo (en 1982).
Nuestro primer encuentro fue en unos apergaminados libritos de una incierta colección de poesía de los años cincuenta que descubrí en la biblioteca paterna. Desde entonces intenté procurarme mi propia edición de aquellos versos. Me sobrecogió constatar que no existía, por lo menos en España. Tampoco en su país, cuando años más tarde rastreé algunas librerías de La Habana, las mismas de las que Buesa había desaparecido por antirrevolucionario, como si sus poemas no cantaran a la revolución mayor de todas: los sentimientos. En Internet encontré páginas de otros adictos. Por descontado, todas muy cursis (en alguna hasta suena de fondo un éxito de Alejandro Sanz).
Hasta que, no hace tanto, di con mi José Ángel Buesa en una librería, recién editado por Betania, la editorial madrileña que dirige Felipe Lázaro, exiliado, cubano y militante de la literatura. De modo que, a mis 35, mi adolescencia por fin pudo saldar esa deuda pendiente de tener mi edición de esos cursis, encendidos e irrepetibles versos. Estos días, en el rato incierto que va de la digestión al insomnio, me permito ser feliz en endecasílabos relamidos y obvias rimas consonantes.
Por si os apetece, ahí van un par de recomendaciones (ambas en Editorial Betania):
Nada llega tarde. Antología poética
Oasis
Y unas palabras de Buesa que subrayan lo dicho:
El único fallo inapelable contra un poema, es el olvido.

8 de enero de 2006

De la diabólica manía de escribir (2)

Hace poco se ha descatalogado mi primera novela, El tango del perdedor, que escribí a los 25 años. El editor destruyó los estocs que le quedaban del libro que, por otra parte, apenas se vendía. Desde hace un par de meses es una pieza de museo, y eso que fue publicado en 1997. Me alegré mucho de que ya nadie pueda comprarlo ni leerlo. Hace tiempo que pienso que es un libro cargado de todos los defectos de una primera novela y, en cambio, de pocas de sus virtudes. Hoy, la historia no me desagrada tanto como el modo en que está escrita. Es mejor así.
Esto me lleva a la conclusión de que la escritura es un oficio de artesanos que se aprende con la práctica. Por supuesto, requiere una parte de talento y mucha vocación (podríamos llamarle también capacidad de resistencia). Lo demás, es trabajo. Trabajo continuado y tenaz. Es lo único en lo que creo.

7 de enero de 2006

Me encanta recibir flores

Una de George Steiner

Somos un carnívoro cruel construido para avanzar contra y por encima de los obstáculos. De hecho, los obstáculos nos atraen. Buscamos la dificultad.

La cita es de Nostalgia del absoluto (Siruela)

¿Explicará esto nuestra natural tendencia a complicarnos la vida?

6 de enero de 2006

The Three Wise Men


¿Dónde están los Reyes Magos? Sus reliquias, guardadas en ese sarcófago de oro, están en la catedral de Colonia (Alemania) que, por cierto, fue construida especialmente para albergarlas. Hay una leyenda suculenta que relaciona la construcción de esa catedral con el Diablo pero no os la explico porque detecto mucho escritor por aquí y esa es materia que estoy novelando yo.
Esa foto tan mala (perdonad, pero había muy mala iluminación y no dejaban usar flash) es de este verano, de cuando estuve en Colonia cubriendo para la revista Yo dona los encuentros internacionales de la Juventud de Benedicto XVI. Pura ciencia ficción para una atea quasi apóstata como yo. En fin.
¿Han sido generosos The Three Wise Men?

5 de enero de 2006

Literaturas.com

La revista de literatura on line Literaturas.com ha incluido El aprendizaje de la soledad en su selección de blogs del mes. Gracias, amigos; gracias, Nacho. Lo dicho: nunca me falláis.
Si aún no conocéis esta magnífica publicación virtual, he aquí la ocasión.

Sed malos


Aunque hoy os prometan el oro y el moro si habéis sido buenos, no olvidéis que ser malos es mucho más divertido.

Que la estrella no pase de largo de vuestra puerta.

Hoy, en Gazpacho, un cuento casi inédito para ser maaaaaaaalos. Felices Reyes.

4 de enero de 2006

La metamorfosis (microcuento)

Cuando aquella mañana Antonio Farruco se despertó de un sueño intranquilo se encontró convertido en su vecino de aparcamiento, aquel a quien siempre sorprendía abrillantando su coche, un flamante y caro último modelo. Se dio cuenta de la transformación porque desde la posición tumbada en la que se hallaba veía su pene sin ninguna dificultad, algo que no le sucedía desde varios años atrás. Su tripa prominente, fruto de una dieta muy desequilibrada y de muchas y largas horas de sedentarismo de oficina, había desaparecido casi por completo. Su pene, en cambio, había sufrido una alteración a mejor que le llenó de inquietud. Por un momento temió no saber manejarse con tan desacostumbradas dimensiones y ese pensamiento le llevó en un orden natural al flamante y caro último modelo. Lo primero que pensó fue que debería lustrarlo del mismo modo que tantas veces había visto hacer a su vecino si no quería que la suplantación fuera descubierta. La perspectiva algo sombría que apuntaba esta posibilidad se vio de inmediato compensada por la expectativa, que tantearía cuanto antes, de conducir el vehículo. De pasearse con él ante los compañeros de oficina. Mucho más turbadora era la hipótesis de acercarse con impunidad a la mujer de su vecino, una morena de porte distinguido y frialdad premeditada de cuyo culo era imposible despegar los ojos. Sus colegas se morirían de envidia. Y, lo más probable, no volverían a dejarle aislado en su cubíclo mientras murmuraban frases inaudibles, ni a pasarle la bandeja con la comida por debajo de la puerta, ni a sentir asco por su aspecto, ni... Se observó de nuevo el pene y concluyó que, aunque él no estuviera acostumbrado a aquello, lo más seguro fuera que la morena supiera cómo orientarle en esos menesteres que también la concernían. Así que, tranquilo y feliz ante un porvenir de pronto tan prometedor, dio media vuelta en la cama, se arropó con la colcha y continuó durmiendo a pierna suelta.

3 de enero de 2006

El invierno de los árboles (4)


Me escribe hace unos días mi amigo Albert Calls para decirme: «El invierno de los árboles es, también, el silencio de las personas.»

Más árboles en Gazpacho.

2 de enero de 2006

De la diabólica manía de escribir

Paul Auster:
Escribir es una actividad que parezco necesitar para sobrevivir. Me siento muy mal cuando no lo hago. No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor cuando no escribo.

Martin Amis otra vez:
Tras los primero días de creación (una vez se ha dado vida a diversas corazonadas e impresiones) escribir sólo consiste en tomar decisiones. Después de las grandes, las medianas; luego, las pequeñas. Montones de pequeñas decisiones, 200 o 300 por página.

1 de enero de 2006

Inquietud en el Paraíso

A quien pretende enviar su primera novela a una gran editorial o a un premio importante sin tener influencias se le debe desengañar con el mismo amor con el que se explica a los niños la realidad sobre los Reyes Magos. (Óscar Esquivias en El Cultural)


En realidad, esto sólo era una excusa para recomendaros la última novela de Óscar, Inquietud en el Paraíso (Ediciones del Viento). Podría destacaros muchas cosas de ella —su inteligencia, su magnífico uso del idioma, su sentido del humor...— pero me quedo con la habilidad del autor para describir personajes y urdir situaciones. Unos y otras son estupendos. Sería un buen (auto) regalo de Reyes.
Por cierto, y hablando de literatura, aprovecho para recomendaros el sello editorial donde se ha publicado, Ediciones del Viento. Es una editorial independiente, con sede en A Coruña, dirigida con valentía y muy buen gusto por Eduardo Riestra. Su catálogo ya incluye nombres como Evelyn Waugh, Michio Takeyama, Jules Verne, Somerset Maugham o Arthur Conan Doyle. Y los libros son, sencillamente, preciosos, una delicia para la lectura.

El primer párrafo de 2006


Por supuesto, en el Convento no dije nada de mi encuentro con el anciano caballero. Cuando sor Isabel me preguntó por mi estancia en el Balneario, me limité a desgranar las bondades del baño, del masaje y de la merienda. Todas quisieron saber a qué sabía aquella bebida cargada de exotismo de otras tierras, el té, que, naturalmente, ninguna de las hermanas había probado jamás. «Ellas no pertenecen a mi clase social, es lógico que no sepan de costumbres tan refinadas», pensé mientras intentaba para ellas una descripción:
—Sabe como a flores fermentadas. Fuerte pero relajante. Y muy beneficioso para la salud, según se cuenta.
Había una admiración general en el ambiente. Las monjas escuchaban maravilladas. Sólo sor Isabel permanecía en silencio, con el ceño ligeramente fruncido. Parecía percibir la transformación que se había operado en mí en aquellas pocas horas. O acaso fuera algo más profundo. Tal vez empezaba a sentir el cambio de rumbo en el viento de nuestra vida en común, del mismo modo que, dicen, hay quien puede presentir los temblores de tierra. En apenas unas horas, todo habría acabado.