Me gusta preguntar a mis amigos dónde prefieren leer, qué tipo de rituales siguen para hacerlo, si tienen un sillón de leer, una lámpara de leer, un rincón favorito.
Hace unos días Eduardo Mendoza decía en un precioso artículo libresco que le gusta leer en la cama (aunque ya no le seduce tanto un libro como para permanecer toda la noche en vela) o de pie. De pie. Igual que escribía Hemingway, según dicen. Yo sólo leo de pie cuando hago cola (y odio ambas cosas: leer y hacer cola). Uno de los lugares donde prefiero leer es en los medios de transporte. Si puede ser, en tren. Cuenta Màrius Serra que él había llegado a subirse a un tren e ir y volver de Valencia sólo por leer un libro deseado. Yo no he llegado a tanto, pero sí se me ha pasado la estación donde debía bajar más de una vez por ir concentrada en la lectura. El avión tampoco me disgusta, sobre todo en viajes no muy largos. Y lo mismo el autobús.
Para la lectura doméstica tengo mi espacio de invierno y de verano. En invierno: rincón de sofá, lámpara especial (7,95 € en Ikea, a veces la felicidad depende de 7,95 €) y mantita. En verano, butacón en la terraza, entre mi limonero y mi jazmín, mirando al mar (no es un bolero, es mi casa) y sin que me dé el sol en las páginas del libro (manía personal: odio el papel blanco blanquísimo).
Aunque, hablando de sol, echo de menos un modo de leer que practiqué mucho de adolescente y de joven. De hecho, lo practiqué hasta que tuve hijos. En la playa. No en cualquiera, en la mía: un pedazo de arena y un pedazo de mar que están en Malgrat, más o menos a 60 quilómetros al norte de Barcelona. Mi pasión: tumbarme al sol a eso de la una de la tarde, con un buen libro (soy, además de buena lectora, un poco lagarta. Lo digo por lo del sol) y leer, leer, leer, hasta que el sol se vaya. A veces, mis amigos me tenían que llamar la atención: no quedaba nadie en la playa, sólo yo, y se acercaban para preguntarme: «¿Qué estás tomando? El sol no, desde luego.» No: tomaba palabras. En esa playa y de ese modo leí gran parte de mi biblioteca.
Por último, un lugar común: la cama después de un día de locos. Subo el cabezal del somier, apago todo lo que suene y me dejo llevar por lo que quiera contarme quien yo he elegido para la ocasión. Por ahora, este es el ritual que más frecuento.